En estos días de incertidumbre, de conflicto y de florituras
semánticas me viene a la memoria más que nunca un librito que debiera ser de
lectura obligatoria, me refiero a Identidades
asesinas, del escritor libanés Amin Maalouf. Su tesis es simple: todos
somos una suma, una mezcla de identidades y orígenes, cada uno enriquecedor en
mayor o menor grado. Entonces, ¿por qué renunciar a ninguno de ellos para hacer
bandera de uno solo? Esta decisión desemboca siempre en el fanatismo, y a
partir de ahí la violencia no tarda en arribar a las costas de la intolerancia
adoptada.
Estos días los he pasado en una pequeña ciudad del centro de
la península, agradable, tranquila, adornada de turistas ajenos al alboroto de
los periódicos y las soflamas de los políticos. Sin embargo los naturales de la
localidad no parecían tan ajenos a todo el tráfago de noticias; no pocos habían
adornado sus balcones y ventanas con banderas españolas, supongo que deseando
reafirmar lo que nadie duda que sean, el amor que tienen a su país y, quizá, el
deseo de que permanezca unido en estos momentos de confusión. Todo eso es muy
loable, también lo último. Estoy seguro que esa abundancia de banderas en este
momento trata de incidir en ese anhelo. España no puede, no debe romperse.
Cataluña no puede, no debe alcanzar la independencia. Y para ello a muchos,
incluido el Gobierno central, no se les ocurre otra cosa que envolverse en la
bandera, agitarla en todo momento y lugar proclamado no sé muy bien qué
valores. Cada vez que veía esas enseñas ondeando aquí y allá me hacía la misma
pregunta: ¿de verdad queremos que Cataluña siga siendo una parte de España? ¿De
verdad pensamos que sacando a pasear ese orgullo rancio y casposo de ser
español vamos a convencer a aquellos que ya no sienten ese vínculo centenario?
¿No van a ver los que se quieren ir ese despliegue de banderas españolas como
una reafirmación de un carácter único que no admite facetas diferentes? ¿Por
qué tantos caen en la histeria cuando se expresa la idea de que Cataluña es una
nación?