Él vendía billetes para el tren turístico de la ciudad. Ella era barrendera. Se vieron una tarde, en la plaza donde ambos trabajaban. Él con una ridícula gorra roja de revisor de tren, siempre atento a las manos que le entregaban unas cuantas monedas y billetes, su desvaída sonrisa derrochada en unas pocas docenas de frases sin sentido. Ella aferrada a su escoba gigante, pendiente del suelo que rastrillaba y de los pies de los transeuntes, ajena a los rostros que se movían a su alrededor.
Esa tarde, una moneda se le escapó entre los dedos y rodó por el suelo de granito hasta acabar bajo las púas de la gran escoba. Cuando ella se agachó para recogerla, apareció la mano de él junto a la suya y por primera vez sus ojos se miraron. Fue solo un instante. Un hombre se detuvo junto a ellos, aún inclinados, sus piernas casi rozándolos. Encendió un cigarrillo, dejó caer el paquete vacío y arrugado al suelo, entre sus zapatos, y continuó su camino. Ella desvió su mirada hacia el despojo. Él recuperó la moneda y balanceó la campana que anunciaba el comienzo de un nuevo viaje.
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