El coche patrulla se detuvo en el arcén
con un frenazo nervioso. Dos guardias descendieron del vehículo; sus
miradas penetraron en las volutas
de azar que escapaban de sus labios y volaron hacia el silencio blanco y pesado
que ocupaba la noche. El crujido de la nieve bajo sus botas rebotó en un cielo
negro que se derramaba indiferente a su alrededor. Los vapores del tubo de
escape reptaron por el asfalto bruñido, se enroscaron en las piernas de los
hombres, y cabalgaron por el aire helado hasta fundirse con el alba de los
faros.
El conductor hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se
aproximó al lugar en el que un tramo de quitamiedos había desaparecido; su
compañero se quedó atrás, atento a los chasquidos de la emisora de radio y a la
carretera.
— ¿Cómo están, Matías? —gritó desde más allá del velo
pálido de su aliento.
Matías iluminaba con una linterna la barranca. Restos
metálicos punteaban el desmonte; en la vaguada descansaba el coche que habían
estado persiguiendo durante la última media hora.
— ¡Matías, joder! ¡Contesta! —insistió de nuevo el agente
con un asomo de histeria en su voz.
— No lo sé, Germán, y deja de gritar. Tú ocúpate de
espantar a cualquiera que pase por aquí —respondió Matías. Se dio la vuelta y
le miró. Sus ojos sin párpados reflejaron el frío. Los destellos crudos de las
luces de emergencia intensificaron la rigidez de su rostro—. Dame diez minutos
y después avisa a las asistencias médicas.
Matías devolvió su atención a lo que sucedía en la
hondonada. “Tocas a muerto, cabrón”, apenas murmuró el agente; los golpes que
partían del automóvil accidentado sonaban como los tañidos de una campana
resquebrajada. La puerta brincó y se desprendió de sus goznes. Desde la
oscuridad del caparazón abollado salió un hombre tambaleándose. Dio unos pocos
pasos a la deriva, cayó de
rodillas y se derrumbó sobre la tierra congelada.
Matías salvó de un salto la valla destrozada y bajó por el
talud. El halo de la linterna se difuminaba hasta desvanecerse para amanecer
después con fuerza, escoltando los pasos y resbalones del policía por entre el
barro y la nieve. Ignoró al hombre caído y se acercó a la puerta del
acompañante. Echó un vistazo al interior; la mitad del trabajo ya estaba hecho.
Deslizó el haz del foco sobre los restos humeantes del
vehículo hasta que encontró lo que buscaba. Con dos bruscos tirones consiguió
desgajar una tira metálica de la carrocería.
El conductor parpadeó al percibir el chorro de luz sobre su
cara; tenía un corte profundo en la pierna derecha; el brazo del mismo lado se
doblaba en una forma poco natural. Una fuerte patada en el vientre, y el hombre
se vio arrojado al frío y a la negrura. Los ojos se le despeñaron entre las
sombras de la incomprensión cuando vieron su brazo muerto oscilar como un
badajo sin voz.
— Ayúdame —balbuceó mientras la sangre le resbalaba por la
barbilla.
— ¿Dónde lo tienes? —preguntó el guardia con un hilo de voz
cortante.
— Por favor, ayúdame —repitió el herido. Como si recordara
algo giró la cabeza hacia el coche y volvió a mirar a Matías— ¿Cómo está ella?
Matías ignoró la pregunta. Se inclinó sobre el herido. Sus
labios casi rozaron la magullada mejilla del hombre.
— Responde. Y rápido. Si no avisamos a los de urgencias no
vais a durar mucho —susurró despacio, poniendo de manifiesto lo obvio.
— Eres un hijo de puta —dijo el herido tratando de escupir
su odio en el rostro del policía.
Matías
se incorporó y se acercó al vehículo. Lo rodeó despacio, como si estuviera
valorando su futura adquisición. Se detuvo delante del asiento del copiloto y
miró hacia la carretera; sólo se veían las ráfagas de emergencia del coche
patrulla. Desenfundó su pistola y apuntó hacia el cuerpo de la mujer a través
del parabrisas destrozado. De la garganta del hombre manó un grito en el que se
mezclaban una negación desgarrada y un sollozo sin esperanza. Matías regresó a
su lado, apoyó una rodilla en el barro y repitió la pregunta.
— ¿Dónde está?
— En el maletero. Ahí lo tienes —respondió abatido. La
cabeza del hombre se derrumbó. La frente se marchitó sobre la tierra negra y
sus lágrimas se desbordaron sobre el fango helado.
No había mentido. Matías sopesó la bolsa de deporte y la
abrió. Un rápido vistazo hizo que sus ojos se endurecieran con el brillo del
triunfo. Volvió donde el hombre y de un fuerte culatazo en la cabeza lo dejó
inconsciente.
El agente lanzó un suspiro prolongado que se quebró en un
amago de risa. Recuperó la chapa que había arrancado de la carrocería y con
tres golpes certeros desgarró la piel y el músculo hasta seccionar la arteria femoral del
hombre. El chorro de sangre trazó un arco y su vida se perdió en la oscuridad
de la noche, más allá del cono de luz blanca de la linterna. Una muerte rápida.
Unos minutos impacientes y todo había acabado.
Matías miró hacia lo alto del terraplén; el vehículo
policial continuaba disolviendo la realidad a su alrededor. Dio una voz de aviso e hizo una señal
hacia su compañero.
— ¡Germán! ¡Ya lo tengo! Baja y échame un cable… Éste aún
vive…
Germán se llevó la mano a los ojos tratando de esquivar la
vena blanca que le apuntaba desde el fondo del barranco; hundió los pies en la
nieve sucia y comenzó a descender.
2 comentarios:
Pues yo he contribuído a ensuciar más esa nieve, ya que he paseado por aquí unas tres veces...
Vaya relato, don Rob! Qué sangre fría, qué malababa la de estos tipos, no?
Usted ha dibujado muy bien el alma sucia de estos personajes.
Cuando lo leí, al poco de colgarlo usted, se me quedó el cuerpo así como revuelto. Lo he leído dos veces más, y sí, el cuerpo se revuelve pero se aprecian mejor esas pisadas sucias en la nieve...
un abrazo!
;)
Muy amable, desde la orilla me lee usted con ojos benévolos. Y sí, la nieve, por muy blanca que sea cuando acaba de caer, siempre termina gris y sucia.
Un abrazo.
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