"Los hombres son extraños.
Cometen las peores acciones sin formularse demasiadas preguntas,
pero luego no pueden vivir con el recuerdo de lo hecho."
Philippe Claudel
Al tercer día, unos hombres con uniformes que no supieron reconocer echaron abajo las puertas del refugio y les hicieron salir. La mujer creyó que la luz del sol cegaría sus ojos después de tantas horas viviendo en un mundo de penumbras. Pero no. No había ningún sol allí. Sólo nubes oscuras, grasientas y sudadas. Eso le pareció. Tuvo la sensación de que la ciudad olía a sudor rancio; la mujer no lo sabía, pero los cuerpos quemados con fósforo huelen así. Vio a un grupo de soldados que rodeaba unos cadáveres deformados de una manera aterradora. En algunos seguían titilando llamitas azuladas, otros se habían consumido hasta volverse pardos. Todos yacían retorcidos en un charco de su propia grasa. Un soldado se aproximó a uno de los cuerpos y encendió un cigarrillo con aquel fuego.
La mujer no pudo vomitar.
Su estómago estaba vacío. Le costó orientarse entre las ruina humeantes de los edificios; avanzó con dificultad entre las montañas de cascotes. Cerca de su calle otro grupo de soldados pateaba entre gritos y risas a varias ratas gordas e insolentes; un poco más allá una nube de moscas daba vueltas por el suelo como si fuera un grumo de alquitrán, se posaban en los restos de las paredes, se calentaban cansadas y ahítas en los cristales rotos de las ventanas. La mujer huyó asqueada, pero las moscas se quedaron dentro de su cabeza.