jueves, 28 de octubre de 2010

Sé todos los cuentos


Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos...
Que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos...
Que el llanto del hombre lo taponan con cuentos...
Que los huesos del hombre los entierran con cuentos...
Y que el miedo del hombre
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Pero me han dormido con todos los cuentos...
Y sé todos los cuentos.

León Felipe

lunes, 25 de octubre de 2010

El país se cae a pedazos (1)

El país, éste en el que vivimos, se cae a pedazos. Presento aquí el inicio de una serie de entradas que tratarán de de validar esta afirmación. Pruebas entresacadas de experiencias personales, periódicos, referidas por amigos, conocidos y compañeros (incluso los del trabajo, en general bastante poco lúcidos) servirán para avalar lo que, en el fondo, es evidente para cualquiera que mire a su alrededor con un poco de sentido crítico. Pequeñas faltas de eficiencia que sumadas por miles y millones hacen chirriar todo el entramado sobre el que se sustenta esto que llamamos nuestro país; actitudes que, extendidas como manchas de petróleo, pringan nuestra monótona existencia hasta hacerla imposible; en definitiva, ejemplos de ese autismo social que nos está convirtiendo en marginados de nuestras propias vidas. El país se cae a pedazos, sobre nuestras cabezas, y no hay nadie que se dé cuenta porque estamos todos concentrados mirando hacia abajo, tratando de no pisar una mierda de perro.

domingo, 24 de octubre de 2010

... viendo llover en Macondo


“Llovió durante todo el Lunes, como el Domingo, pero entonces pareció como si lloviera de otro modo, porque algo distinto y amargo sucedía en mi corazón. Al atardecer, dijo una voz junto a mi asiento: “Es aburridora esta lluvia”. Sin voltear a mirarlo, reconocí la voz de Martín. Sabía que él estaba a mi lado, con la misma expresión fría y pasmada que no había cesado desde aquella madrugada de Diciembre en que empezó a ser mi esposo. Habían transcurrido cinco meses. Ahora yo esperaba un hijo, y Martín estaba a mi lado diciendo que le aburría la lluvia”.

Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo (fragmento)
Gabriel García Márquez

martes, 19 de octubre de 2010

En esencia /y 4


El resto de la tarde lo pasé angustiado. Cada pocos minutos me giraba inquieto, como si temiera que la puerta se fuese a abrir de un momento a otro. Cuando lo hacía, mis ojos se cruzaban con los de aquella mujer. Durante la mañana la señora me había parecido una especie de centinela, era como si mi jefe hubiera dejado allí su esencia, inquietante y condensada. Sin embargo, ahora me daba pena, porque tenía la impresión de que Don Arturo, sencillamente, se la había dejado olvidada.

Por la noche, la enfermera se congratuló de que mi madre me acompañara de una manera tan incondicional. Eso era amor, dijo mientras la arropaba con una mantita.

Don Arturo no apareció a la mañana siguiente, pero la enfermera vino a buscarme y me acompañó hasta el teléfono. Mi jefe me reclamaba los últimos informes. Traté de explicarle que el dolor del brazo afectaba a mi concentración, lo cual era mentira, y que su señora seguía allí, esperándole, lo cual era verdad, y que… En este punto me interrumpió y me berreó que tuviera mucho cuidado con lo que hacía.

Una semana más tarde, la señora continuaba allí conmigo y ya iba al baño cada dos o tres horas. Poco a poco, Celia —el tercer día se atrevió a susurrarme su nombre—, fue reviviendo. El primer día se había limitado a salir de la habitación cuando vinieron a hacerme la cama. Cuando la enfermera le indicó que ya podía pasar, se volvió a sentar en la butaca. El segundo día me ayudó solícita con la comida: me troceó el filete y después me peló una manzana. Se desplazaba por la habitación como un pájaro, dando pequeños brincos, moviendo la cabeza arriba y abajo sobre su delgado cuello. Solía ausentarse treinta minutos a su hora de comer; después regresaba, silenciosa, y se posaba de nuevo sobre su palo en forma de butaquita.

Don Arturo no había vuelto a aparecer por el hospital. La tarde en que me telefoneó para gritarme que, en esencia, estaba despedido, creo que me limité a encogerme del hombro sano y alegrarme ante la idea de perderle de vista. Quise preguntarle cuándo iba a recoger a su esposa; un chasquido al otro lado de la línea y un pitido en la oreja fue lo que obtuve por toda contestación. No fui capaz de volver a llamarle. En esencia, y aunque me hubiese despedido, Don Arturo siempre iba a ser mi jefe.

Unos días más tarde me dieron el alta. Celia seguía allí, subiendo y bajando su cabeza como si estuviera atisbando de continuo la aparición de Don Arturo, y ayudándome con una diligencia y esmero cada vez mayores. Ahora vendrá el taxi a recogerles a usted y a su madre, dijo la enfermera. Miré a la señora y me pareció que una sonrisa asomaba a sus labios. Otra duda enorme, estúpida e incongruente me asaltó de nuevo, una duda que delataba, en esencia, mi derrota y mi falta de carácter. Pensé, ¿y qué hago yo ahora con esta mujer?

domingo, 17 de octubre de 2010

En esencia /3


—No me huya la mirada, Montes, no me huya la mirada que a mí no me la pega. ¿Dónde están los otros tres informes? ¿Se puede saber? ¿Para qué le pago, para que esté aquí todo el santo día, en esencia tocándose los huevos?

Traté de explicarle lo del extravío de los informes el día que me ingresaron, pero sin demasiada convicción. Era consciente de la futilidad de mi intento. Mi fracaso se dibujaba en las cejas cada vez más enarcadas de mi jefe.

—Usted, Montes… —la voz le temblaba de ira. A mí el frío me chorreaba por todos los poros de mi piel.

—Usted, Montes —repitió—, usted se piensa que yo soy idiota…

—No, por Dios, Don Arturo —no podría decir si mi voz llegó a oírse. Ni siquiera sé cómo fui capaz de abrir la boca.

Don Arturo soltó un bufido y se largó dando un portazo.

Me quedé unos segundos en medio de la habitación tratando de recuperarme, aspirando muy hondo, queriendo olvidar aquellos iris orlados de sangre.

De repente me acordé de la señora de Don Arturo. Mi cara de pasmo me contemplaba desde el espejo, allá a lo lejos, al fondo de la habitación. Dejó de hacerlo cuando me giré. Allí seguía, sentada en el sillón, inmóvil, mirándome muy fijo, sin parpadear. El día anterior no me había fijado mucho en ella. Ahora, sin embargo, no me quedó más remedio. La esposa de mi jefe era una mujer de unos sesenta años, rostro estrecho de tez amarillenta y cuerpo diminuto. No mostró con ningún gesto que la marcha de su marido le hubiese provocado ni la más ligera inquietud o extrañeza. Se quedó sentada en el sillón y se limitó a continuar mirándome. Durante las siete horas siguientes no dijo ni palabra. Era como una pintura egipcia, siempre de perfil, mirándome.

Mi jefe regresó por la tarde; traía más informes, mezclados ahora con unas cuantas amenazas. En esencia, mis comentarios a los del día anterior le habían parecido una mierda. Al resonar esta última palabra en la habitación, la señora emitió su primer sonido en todo el día mientras se ponía en pie: una ligera tosecilla con la que, imagino, quiso atraer la atención de Don Arturo. Mi jefe la fulminó con la mirada y con un gesto de la mano le ordenó que se sentara de nuevo. Sin apenas darle tiempo a que obedeciera, Don Arturo se dirigió hacia el pasillo y dejó manifiesto su enojo mayestático con un portazo que logró que la pobre mujer volviera a encastrarse entre los brazos del silloncito. El semblante de la señora me recordó al de un chucho asustado, sólo le faltaba soltar unos cuantos gañidos. No sé por qué, pero en aquel momento me asaltó una duda enorme, estúpida e incongruente. ¿Esta tía no tiene que ir al baño nunca?

viernes, 15 de octubre de 2010

... de Lewis


"Sus compañeros asintieron. Todos habían matado por la misma razón.
- ¿Lo haríais otra vez? -les pregunté.
- En las mismas circunstancias, tendríamos que hacerlo. Es lógico. No crea que nadie disfruta teniendo que hacer una cosa así. El hecho es que fue un error que naciéramos".

Norman Lewis

jueves, 7 de octubre de 2010

martes, 5 de octubre de 2010

En esencia /2


Cuando recuperé la conciencia después del accidente, lo primero que pensé fue que, después de cinco años, me iba a poder librar de aquel tipo de bromas y de sus actitudes tiránicas y humillantes durante una buena temporada. No recuerdo un solo día en el que no regresara a casa desquiciado. ¿Cómo no va uno a perder los nervios cuando el jefe te llama por teléfono de forma compulsiva, después aparece por el despacho, te repite la conversación telefónica de unos minutos antes y a continuación convoca una reunión para tratar el mismo tema? Me mortificaba con sus críticas, con su desconfianza perpetua acerca de mi trabajo. Mis opiniones se perdían por el desagüe de su indiferencia de forma sistemática. Para él yo no era sino un mero recipiente en el que vertía su esencia y anulaba la mía propia. En esencia, cuando Don Arturo estaba presente, los demás no existíamos. En la oficina su presencia era intensa, continua, adherente, pegajosa, opresiva. Sólo cuando se encerraba en su cubil o se ausentaba nos atrevíamos a levantar la vista de los teclados; de vez en cuando hasta osábamos criticarle, no sin antes dirigir nuestros ojos atemorizados hacia la puerta tras la cual moraba aquel hombre.

Ya nos habían dado de cenar cuando Don Arturo se presentó en el hospital acompañado de la que supuse que debía ser su señora, porque no se molestó en presentármela.

—Tú siéntate ahí, mujer, hasta que termine con Montes —le ordenó en un tono que a mí mismo me hizo enderezar la espalda y casi ponerme en posición de firmes.

La sorpresa por la visita apenas duró unos segundos; el objetivo de mi jefe no era interesarse por mi salud, sino dejarme unos cuantos informes y exigirme los que me habían perdido en el hospital. Esto ya me parecía más propio de él.

—Mañana los quiero revisados y comentados, ¿eh, Montes?, y los del viernes también, que el ladrillo te ha dado en el hombro, no en la cabeza —me ordenó, después de media hora de divagaciones acerca de la esencia de su contenido.

—Sí, Don Arturo. Trabajaré en ellos toda la noche —respondí.

Me echó una mirada de reojo cargada de recelo y, sin siquiera despedirse, se dio la vuelta y le gritó a su esposa:

—¡Vamos, mujer! Ya he terminado con éste, date prisa, coño, saca el culo de la silla —la atosigó.

A las ocho de la mañana del día siguiente, Don Arturo apareció en la habitación acompañado de nuevo por su señora. Con las mismas formas que la tarde anterior le ordenó a su esposa que se colocara donde no estorbase. La señora se deslizó hasta una esquina del cuarto y se sentó en una butaquita forrada de plástico que había al lado de la ventana. Mientras agarraba los informes, dando por supuesto que estaban ya revisados —lo cual, en esencia, era incierto—, Don Arturo se me acercó más de lo que me hubiera gustado, agitándolos delante de mi cara. El iris de sus ojos aparecía rodeado por un tenue aro rojizo, lo cual era muy mala señal. Un temblor más que predecible hizo que mis piernas se convirtieran en madejas de lana. En pocos segundos, Don Arturo quedó reducido a unos labios que se contorsionaban de una manera inquietante.

domingo, 3 de octubre de 2010

En esencia /1


Llamé a la oficina el lunes por la mañana. En la habitación del hospital no había teléfono y mi móvil, junto con mis otros efectos personales, había desaparecido después del accidente. Para mí el asunto era grave porque en la cartera llevaba varios informes que debía haber revisado durante el fin de semana para entregarlos aquel mismo lunes. El estómago se me sublevaba sólo de pensar en lo que iba a suceder con Don Arturo, mi jefe, si no aparecían pronto aquellos documentos.

El teléfono estaba en la sala de espera, por fortuna casi vacía a aquellas horas. Marqué el número de mi jefe y aguardé a que respondiera. Don Arturo es un sesentón seco, autoritario, prepotente y despótico, dotado de un extraño sentido del humor que sólo él entiende. Además es una persona muy pesada. Hace cinco años que comencé a trabajar para él y desde el primer día estuvo convencido de que yo era una especie de anormal a quien era necesario explicarle todo por escrito y después leérselo muy lentamente, para cerciorarse de si lo había captado… en esencia. “En esencia, ¿eh, Montes?, en esencia.” “Sí, Don Arturo, en esencia.”

En esencia. Aquél era su latiguillo predilecto. Por supuesto yo no captaba la esencia de nada de lo que me decía: Don Arturo era incapaz de acabar una frase y enlazarla con la siguiente en un discurso ordenado. De entre sus dientes, e impulsadas por la catapulta de su lengua, salían palabras y más palabras que se convertían en un enjambre de moscardones zumbando alrededor de mi cabeza, aturdiéndome hasta lograr que mi rostro adquiriera el gesto idiota que caracterizaba mis conversaciones con él.

De la confusión y la idiotez sólo había un paso hasta el sometimiento más absoluto, y esa frontera hacía ya mucho tiempo que la había atravesado. Sus razonamientos eran pétreos e invulnerables; sus órdenes siempre se obedecían; sus opiniones eran tan sagradas, ambiguas y certeras como los oráculos de la pitonisa de Delfos. Las jornadas laborales sólo finalizaban cuando él lo dictaba con su propia marcha; por las tardes espiaba nuestra salida desde la ventana de su despacho y si, por un azar o necesidad, alguna vez abandonábamos la oficina antes que él, la desazón de sabernos observados y de tener que afrontar a la mañana siguiente su interrogatorio y acusación inquisitoriales, nos descomponía el gesto, el pulso y las tripas.

Aspiré hondo cuando oí su voz al otro lado del auricular.

—¿Sí? —gruñó Don Arturo.

—Hola, Don Arturo. Soy Ricardo, ¿qué tal está usted? Verá, le llamo desde el hospital. El sábado… —no pude continuar.

—¡Montes! ¿Dónde coño andas? Ya tenías que estar aquí, ¿es que no sabes que tenemos una reunión con los de la consultora a las diez? —gritó mi jefe en su más pura esencia.

—Sí, Don Arturo —balbuceé—, pero es que he tenido un accidente. El sábado me cayó un ladrillo de una fachada en el hombro derecho y lo tengo destrozado.

—Ya, o sea que hoy no vienes a trabajar —¿dije que era un insensible?

—Pues no, Don Arturo, creo que no. Lo siento mucho, pero…

—Vale, vale, ya me apañaré. Oye…

—¿Sí?

—Digo que, ¡coño!, si el ladrillo te llega a dar en la cabeza, en esencia te jode, ¿eh, Montes? —soltó una risotada y colgó sin despedirse.