lunes, 26 de marzo de 2012

La tienda de la esquina


Cuántas veces no nos ha sucedido que a fuerza de pasar por delante de un determinado lugar dejamos de percibirlo, simplemente desaparece de nuestra memoria aunque en el mundo real permanezca inmutable. “Novedades Fernández”, así se llamaba la pequeña y destartalada tienda de ropa que llevaba años sin ver, los mismos que llevaba bordeando la esquina donde se agazapaba su puerta, ahora como siempre de madera desportillada y con el cristal oscurecido por una persiana de lamas de plástico. En un lateral del escaparate, un cartel: “Vendemos uniformes de colegio…”, y a continuación una lista con todos los centros de la población, entre ellos el suyo, el de su infancia. En aquel comercio le había comprado su madre una bata azul cielo y su primer uniforme: calcetines negros, camisa blanca, pantalones color crema, jersey marrón; recordaba el momento con una claridad que minutos antes no hubiera pensado posible. Y al señor Fernández también. El señor Fernández, calvo, de piel pálida, casi traslúcida, donde se le dibujaban las venas como misteriosos ríos que siempre tropezaban con una enorme montaña rojiza: el quiste que tenía junto a la sien derecha, grande como un huevo de codorniz, palpitante como si quisiera romper la piel que le mantenía prisionero sobre aquel cráneo pelado. El señor Fernández y su hijo, igual que el padre, pero sin aquel abultamiento fascinante y solar, y con una voz aflautada que ahora, en la memoria, se le antojaba afeminada y repleta de inflexiones lúbricas. Esa mañana, en el trabajo, se había dado cuenta de que era incapaz de recordar si la tienda seguía existiendo. Cada pocos minutos su imaginación volaba hacia el lugar; unas horas antes había caminado por delante aquella esquina, pero por mucho que se esforzaba no lograba atrapar un recuerdo cercano que resolviese su duda. La tienda del señor Fernández se había convertido en una repentina y estúpida obsesión, un fantasma escurridizo que le contemplaba burlón desde algún recodo de su mente.
Sin embargo, allí estaba. Se aproximó a ella dominado por una fascinación que no comprendía; sus ojos se clavaron en la batas infantiles, en los jerseys de niño y de abuelo, en unas novedades que quizá lo fueron hacía muchos años. Atisbó entre maniquíes contrahechos y cubiertos de eczemas; sí, el mismo mostrador de madera pulida, el mismo metro de tela clavado en el borde, el mismo hijo del señor Fernández con la misma sonrisa melosa e inquietante que recordaba de su infancia, hoy con una calva tan brillante como la de su padre. Fue entonces cuando se fijó en su propio reflejo en el cristal del escaparate, en aquel hombre que hacía mucho había dejado atrás la niñez, en su mirada sin brillo, como si no reconociera a su dueño; en las comisuras de sus labios derramadas sobre el mentón, rígidas después de haber olvidado la sonrisa. Era un espíritu que regresaba después de un largo viaje inútil y sin sentido. Morirse debía ser algo así, imaginarse niño otra vez y pensar que toda la vida había sido una gran e inmenso desperdicio de tiempo.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Limones redondos


... y a la mitad del camino cortó limones redondos
y los fue tirando al agua hasta que se puso de oro.
Federico GarcíaLorca

martes, 13 de marzo de 2012

No aprendemos

Hace poco pasó por mis manos una obra de Paul Theroux, "Las columnas de Hércules", un fascinante libro de viajes escrito a comienzos de los años 90. El autor recorre toda la costa del Mediterráneo y, entre otros, allá vemos a unos españoles que aún no se creían ricos y unos sirios que ya eran muy conscientes de vivir en un estado policial. La historia humana se repite una y otra vez. Hasta ahora siempre hemos pensado que a pesar de los tropiezos siempre se avanza, nunca se retrocede. No lo tengo tan claro. Lo que sí que suele suceder es que cuando la represión y la humillación a una sociedad se vuelven intolerables, llega la revolución y con ella la correspondiente dosis de sangre, dolor y muerte. Eso está pasando en Siria veinte años después de lo que contaba Theroux. Sin embargo en el mundo lo que está sucediendo es algo muy distinto, ante nuestros ojos se está produciendo un golpe de estado mundial cuyo resultado final será la opresión global de los habitantes del planeta. No es algo que esté ocurriendo fruto de azares incontrolados detonados por decisiones no meditadas. No, nada de eso. Veamos un ejemplo muy de moda en nuestro país: el paro. El paro no es un accidente de nuestra economía, ni de la economía de ningún otro país si a eso vamos. El paro es algo premeditado, una herramienta muy útil para amedrentar a la sociedad, para sojuzgar a las masas, para, en definitiva, que los poderosos lo sean aún más. Hasta no hace mucho se consideraba necesario que hubiera algunos subsidios (léase estado del bienestar) para evitar el alboroto, pero pronto veremos que también eso va a ir desapareciendo, nadie sabe muy bien por qué. No hay dinero, dicen, sin embargo la corrupción fiscal no disminuye y el BCE vende dinero a los bancos españoles al 1% de interés, a los mismos bancos que luego no nos lo prestan al 12%, a lo mismos bancos que usan ese dinero para comprar deuda española al 6 o 7%. Ya sabemos dónde termina el dinero de los que pagamos impuestos y a pesar de tanta desfachatez, sigue el saqueo. Todo son falacias arrojadas sobre una masa embrutecida por la incultura y aterrorizada por el miedo a perder su trabajo y su calidad de vida (la huelga general del 29-M tiene su fracaso asegurado). La solución del problema está clara, nos repiten: reforma laboral (es decir, despido libre y gratuito y por tanto abaratamiento de los sueldos), reforma justa y necesaria (palabra de Dios, te alabamos Señor. Si lo dice Dios, así será, ¿no?), recorte en sanidad y educación (las masas tendrán menos capacidad intelectual para discutir las decisiones de los que mandan y menos salud para pelear). Pensemos, la solución a un problema debe atacar a las causas raíces que lo han generado; ¿son las condiciones laborales, la educación y la sanidad esas causas? Algunos así nos lo están queriendo hacer creer, precisamente los mismos que sí son la causa raíz.
Estamos en la fase alcista de captura de poder de la nueva clase dominante. La próxima será la desaparición de la libertad y la represión pura y dura: fascismo, comunismo, plutocracia..., digámosles como queramos. Eso sí, la siguiente fase será la revolución, lo cual no garantiza el triunfo de los que se alzan, tan solo estarán aseguradas la sangre, el dolor y la muerte. No aprendemos.

domingo, 11 de marzo de 2012

No particular place to go (fragmento)



Sentí frío. Era como si la sangre se me hubiera evaporado. Mientras con una mano dejaba unas monedas en la barra, con la otra tanteé el bolsillo del abrigo buscando el teléfono para llamar a Carlos. Me quedé con él en la mano cuando la voz del locutor volvió a llenar todo el local. Anunciaba una conexión en directo. Su voz se disolvió en un rumor de sirenas, su rostro nervioso se diluyó en el espanto de un vagón deshecho, en sus restos humeantes esparcidos sobre los rieles, en el desconsuelo de decenas de personas tambaleándose como fantasmas borrachos de aturdimiento sin saber a dónde ir, en el dolor de unos ciudadanos anónimos igual de confusos, llorando, tratando de abrigar a los heridos con mantas, con sus propias ropas, en el horror de unos cadáveres arrojados sobre las vías.

Las cámaras se acercaron a los cuerpos, se acercaron demasiado. Recuerdo a un hombre en una posición casi natural, como si se hubiera tendido sobre los raíles a descansar con su traje y su gabardina. Sus ojos abiertos, sin embargo, hacían innecesario fijarse en el hilo de sangre que dibujaba un confuso arabesco sobre su frente. A la derecha de la imagen había otro cuerpo; la cabeza sobre una traviesa, el pelo teñido del color de la sangre, el rostro alzado al cielo, con la boca abierta y muda como si le hubieran sorprendido en la mitad de una frase. Su mano aún sostenía el móvil. Reconocí la cazadora, reconocí la mochila, reconocí en su muñeca el reloj que yo le había regalado. Las cámaras se acercaban, no dejaban de acercarse. Tal vez demasiado. Un primer plano, más, más… Le faltaban las piernas. A mi hijo, a Carlos le faltaban las piernas. ¿Por qué? ¿Por qué le faltaban las piernas? ¿Por qué estaba allí tirado? ¿Por qué estaba tan solo? ¿Por qué? ¿Por qué tenía tanto frío?

El foco de la cámara se movió y con él se llevó la última imagen que conservo de Carlos. Contemplé los rostros de los que me rodeaban; a ellos no les estaba sucediendo esto, cuando finalizara el día regresarían a sus hogares y allí estarían los suyos, como siempre. ¿Por qué no podía ser yo uno de ellos? Lo único que me latía en las venas eran la rabia y la envidia contra aquellas personas. Aún no había llegado el tiempo de la tristeza.

Miré el teléfono que aún apretaba en la mano y lo guardé. Cuando los muertos y heridos desaparecieron de la pantalla, salí a la calle, aspiré profundamente y regresé a casa corriendo, con mi cabeza inmersa en un zumbido que me impedía pensar en nada. Delia aún seguía durmiendo. Entré en la alcoba, me senté a su lado en la cama y la desperté con suavidad. En mi interior ya sólo quedaba vacío, la rabia y la envidia de unos minutos antes se habían transformado en un estupor que ya no me ha abandonado. Carlos había muerto, acababa de verle tirado sobre las vías. Delia me empujó, corrió hacia la sala y conectó el televisor. Yo me quedé allí, solo en la habitación oscura, hasta que la oí gritar. Gritó su nombre una vez, dos, tres, cuatro… Carlos. Y en cada una de ellas su voz se quebraba un poco más. Me di la vuelta muy despacio y me dirigí hacia lo que ahora se habían convertido en sollozos ahogados. Era como si caminase por el fondo del mar, me movía despacio, muy despacio, cada paso era resultado de un esfuerzo de voluntad inmenso que me agotaba. Me sentí caer, la alfombra empezó a aproximarse a mi cara despacio, muy despacio; después me desmayé. Cuando recuperé el sentido, habían pasado más de dos horas. La televisión seguía conectada, escupiendo cifras de muertos. Uno de ellos era Carlos. Carlos estaba muerto. Carlos. Muerto. El pensamiento me golpeó y a punto estuvo de derribarme otra vez.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Sombra y luz


Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, solo ese ha vivido de verdad.

Stefan Zweig