Según le informaba su agenda, esa mañana debía ir al Museo del Prado. Formaba parte de su tratamiento: unas clases de artes plásticas impartidas por un especialista en enfermedades del cerebro. Terapia de creatividad cognoscitiva, había escrito la tal Lola.
Después de pasar los controles de la entrada, unas amables y sonrientes señoritas vestidas de rojo le ofrecieron un folleto: ‘Sea artista por un día’. Parecía divertido. Le solicitaron su DNI, apuntaron su nombre en un registro y le acompañaron a una gran sala. Le indicaron su tarea. Se trataba de transformar una escultura mediante las aportaciones de los visitantes; podía añadir o quitar lo que le pareciera. Tenía a su disposición martillos, cinceles, tornos de alfarero, aerosoles, navajas, paletas…; allí, en medio de la estancia había una… una… Diego supuso que aquella cosa sería la obra de arte.
Lo dejaron solo para que se inspirara. Sin duda un Diego Velázquez compondría una obra de arte maravillosa, le dijeron entre risitas. Diego titubeó durante unos minutos ante las herramientas. Al final optó por un martillo; se acercó a la estatua y machacó lo que parecía ser uno de sus pies. Lo hizo dedo a dedo, despacio, con una gran concentración. Después pensó que un pie destrozado a martillazos debía sangrar, así que cogió un aerosol de pintura roja y lo vació sobre la extremidad mutilada. Dio unas cuantas vueltas alrededor de la imagen y estudió el efecto. No estaba nada mal. Se sentó en una butaca y se dedicó a contemplar su creación. Al cabo de un rato, Diego miró el reloj y se preguntó qué sería aquel lugar en el que se encontraba. Consultó su libreta. Según alguien había escrito allí, debía de estar en un museo, aunque aquella sala más bien parecía el taller de algún chapuzas. ¿Sería su taller? Volvió a hojear la agenda. Los miércoles tenía su sesión de creatividad cognoscitiva. Se rascó la cabeza. Por si acaso se guardó en los bolsillos un par de espátulas y unos botecitos de pintura.
Por fin, Diego salió del taller; las dos jovencitas interrumpieron su animada conversación y le despidieron con un aleteo de manos. Comenzó a pasear por una larga galería repleta de cuadros muy bien pintados, eso tenía que reconocerlo. Los de la terapia cognoscitiva aquella de marras eran unos artistas de verdad, sí señor. Al cabo entró en una gran sala con unos enormes lienzos colgados; echó mano a la libreta y consultó qué debía hacer en aquella sesión. Ojeó las plaquitas que había debajo de cada uno de ellos y comprobó la agenda. Él se llamaba como decía la plaquita del más grande de todos. En realidad aquella pintura estaba ya muy bien creada, de una manera muy cognoscitiva, pero si había que cambiar algo, pues nada, se cambiaba. Todo fuera por su salud. Se decidió enseguida. Los ojos de la enana al lado del perro estaban muy separados.
Se notaba que el último día de terapia le había faltado la inspiración. Sacó una espátula del bolsillo y comenzó a rascar la pintura en aquella parte del lienzo. Sí, aquello ya era otra cosa, esta cara estaba mucho mejor. Justo en ese instante, unos energúmenos se pusieron a gritar; casi seguro que serían del grupo de los oligofrénicos. Giró la cabeza y vio que se le echaban encima; sus bocas abiertas babeaban entre alaridos; las aletas dilatadas de sus narices mostraban pasajes oscuros y viscosos; sus cejas se elevaban hasta convertir sus frentes sudadas en trapos mojados. Se defendió como pudo, a puñetazos y chorros de pintura roja. En el revuelo pudo ver cómo un tremendo manchón colorado cubría de pies a cabeza a la niña en el centro del cuadro. ¡Su obra! Qué pena, le había quedado tan natural, tan… menina. Quizá en la próxima sesión podría repararlo.