Cuántas veces no nos ha sucedido que a fuerza
de pasar por delante de un determinado lugar dejamos de percibirlo, simplemente
desaparece de nuestra memoria aunque en el mundo real permanezca inmutable.
“Novedades Fernández”, así se llamaba la pequeña y destartalada tienda de ropa
que llevaba años sin ver, los mismos que llevaba bordeando la esquina donde se agazapaba su puerta, ahora como siempre de madera desportillada y con el
cristal oscurecido por una persiana de lamas de plástico. En un lateral del
escaparate, un cartel: “Vendemos uniformes de colegio…”, y a continuación una
lista con todos los centros de la población, entre ellos el suyo, el de su
infancia. En aquel comercio le había comprado su madre una bata azul cielo y su
primer uniforme: calcetines negros, camisa blanca, pantalones color crema,
jersey marrón; recordaba el momento con una claridad que minutos antes no
hubiera pensado posible. Y al señor Fernández también. El señor Fernández,
calvo, de piel pálida, casi traslúcida, donde se le dibujaban las venas como
misteriosos ríos que siempre tropezaban con una enorme montaña rojiza: el
quiste que tenía junto a la sien derecha, grande como un huevo de codorniz,
palpitante como si quisiera romper la piel que le mantenía prisionero sobre
aquel cráneo pelado. El señor Fernández y su hijo, igual que el padre, pero sin
aquel abultamiento fascinante y solar, y con una voz aflautada que ahora, en la
memoria, se le antojaba afeminada y repleta de inflexiones lúbricas. Esa mañana,
en el trabajo, se había dado cuenta de que era incapaz de recordar si la tienda
seguía existiendo. Cada pocos minutos su imaginación volaba hacia el lugar;
unas horas antes había caminado por delante aquella esquina, pero por mucho que
se esforzaba no lograba atrapar un recuerdo cercano que resolviese su duda. La
tienda del señor Fernández se había convertido en una repentina y estúpida
obsesión, un fantasma escurridizo que le contemplaba burlón desde algún recodo
de su mente.
Sin embargo, allí estaba. Se
aproximó a ella dominado por una fascinación que no comprendía; sus ojos se
clavaron en la batas infantiles, en los jerseys de niño y de abuelo, en unas
novedades que quizá lo fueron hacía muchos años. Atisbó entre maniquíes
contrahechos y cubiertos de eczemas; sí, el mismo mostrador de madera pulida,
el mismo metro de tela clavado en el borde, el mismo hijo del señor Fernández
con la misma sonrisa melosa e inquietante que recordaba de su infancia, hoy con
una calva tan brillante como la de su padre. Fue entonces cuando se fijó en su
propio reflejo en el cristal del escaparate, en aquel hombre que hacía mucho
había dejado atrás la niñez, en su mirada sin brillo, como si no reconociera a
su dueño; en las comisuras de sus labios derramadas sobre el mentón, rígidas
después de haber olvidado la sonrisa. Era un espíritu que regresaba después de
un largo viaje inútil y sin sentido. Morirse debía ser algo así, imaginarse
niño otra vez y pensar que toda la vida había sido una gran e inmenso
desperdicio de tiempo.