domingo, 28 de marzo de 2010

... Y sólo quedó el asco.


Parió en la misma cama en la que el viejo la había violado, y supo que no era natural el frío que se extendió por su piel cuando vio a aquella masa sanguinolenta que era su hijo llorando entre sus brazos. La esperanza se desvaneció y sólo quedó el asco. También supo que no podría ser la madre de aquel niño. Y lloró como lo hace ahora sentada en la cocina de su casa.

El viejo chilló y blasfemó. Le llamó puta, como a su madre, y la obligó a amamantar a la criatura. La noche siguiente al parto sintió el cuerpo ajado y sucio de aquel hombre tendido a su lado, balbuciendo palabras de alcohol.

Cierra los ojos y las lágrimas gotean sobre la superficie de la mesa. Cierra los ojos porque no quiere recordar el vómito que la asaltaba cada vez que el bebé le acercaba sus labios a los pezones, porque no quiere revivir la terrible sensación de culpa que acompañaba a las arcadas. Porque no quiere aceptar que la planta del odio extendía sus zarcillos en torno a su corazón. Porque pronto supo que podría matar a aquel niño. Por eso trató de escapar de su vida una mañana de hace treinta años, en un tren que la llevó lejos, pero no lo suficiente.

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