Las viviendas se asoman desde las laderas de los montes hacia la gran vena abierta, se agrupan como si buscaran protección, temerosas de ser también ellas engullidas y arrastradas hasta lo más profundo de aquel extraño infierno de aguas oxidadas. Desde las ventanas se siente su pulso golpeando los cristales; con cada latido las gotas de agua que los recorren se aceleran un poco más hacia los marcos y se deslizan hacia la calle, sobre los paraguas que se arremolinan en las aceras. Y allí, niños con impermeables bajo los que asoman los faldones azules o rosas de sus batas de colegiales. Niños que todavía no se han vuelto grises. Todavía. Algún coche salpica en los charcos para perderse después entre la bruma. Los charcos son siempre los mismos, todos saben dónde nacen, todos conocen la geografía líquida de la ciudad; a través de ella se apresuran ya los niños porque la sirena de las escuelas clama como si fuera un barco entrando en puerto. Un barco, esa es la imagen a la que se asemeja el colegio que se alza en la cumbre del monte, más allá de donde acaban las calles y los edificios, un enorme barco encallado y herido que solicita la ayuda de su diminuta tripulación.
viernes, 30 de julio de 2010
Aguas oxidadas
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