miércoles, 1 de febrero de 2012

Antígona en Mauthausen

Mi abuelo fue asesinado el 19 de diciembre de 1941 en Mauthausen. La tradicional eficiencia alemana ha conseguido que este crimen quedara adecuadamente certificado y que muchos años más tarde nuestra familia supiera de su destino. Mi abuela, mi madre y mi tío se quedaron a las puertas del campo de concentración (ninguno de los tres era un hombre mayor de quince años), y tras un periplo que les llevó en un tren de ganado hasta Ravensbrück tuvieron la suerte de ser descargados en la frontera de Hendaya. A mi abuela le robaron el hijo y mi madre quedó huérfana doce años más tarde, con apenas quince, sola, sin más refugio que una tía suya que vivía en la zona minera de Vizcaya.


Hace poco visitamos Mauthausen. No me demoraré relatando el horror que aún se respira allí, solo diré que si el alma existe, en aquel lugar todavía quedan atrapadas miles de ellas, miles de espíritus que aguardan su redención. Lloré, lloré con una congoja de la que jamás hubiera creído poder ser víctima. Y recordé a aquel hombre que murió solo, que abandonó toda esperanza al cruzar los portones de madera y desnudarse en el patio de piedras grises en el que me encontraba. Desde el camino de ronda de los muros del campo se ven colinas verdes, bosquecillos domesticados, el orden y la pulcritud de aquel bucólico rincón de Austria. ¿Dónde estaría enterrado mi abuelo, pensé? Me corregí de inmediato. ¿Dónde terminaron posándose sus cenizas? A mi espalda, aún enhiesta como la espada del verdugo, la chimenea de los hornos crematorios lanzaba su sombra sobre los silenciosos visitantes del campo. Y entonces recordé a Antígona, enfrentada al poder de Creonte al empeñarse en enterrar a su hermano Polinices, considerado un traidor a su patria y condenado a quedar insepulto por el rey de Tebas. Recordé la historia de  esa mujer sola que acaba sucumbiendo ante el poder del Estado no por querer justicia o venganza, sino por anhelar algo tan sencillo como cubrir de tierra a su ser amado, por ansiar susurrarle aquello que los griegos, y los romanos más tarde, deseaban a sus muertos: que la tierra te sea leve. Encaramado en el muro gris, agarrando con mis manos los hierros retorcidos que una vez sostuvieron el águila nazi, comprendí el dolor, la desesperación y el ansia de Antígona, comprendí a tantos que solo piden que les dejen desenterrar de las cunetas a sus muertos y depositarlos en una tumba con nombre y apellidos. Que solo quieren dejar de ser Antígona.

1 comentario:

Edurne dijo...

Pues yo que te vengo leyendo desde anoche, estoy igual de impactada, aunque creo recordar que una vez, te oí hablar de ello...

Y se me quedan las palabras ahí, encogidas, porque parece como de ciencia ficción. Arrastrar con algo así, marca para toda la vida.

No puedo decir mucho más, pero sí que comprendo perfectamente esas lágrimas "in situ", porque yo, al leerlo, he sentido rabia por dentro y el corazón se me ha puesto compañero y solidario...

En paz, hermano!
Y un abrazo!
;)