Judit se acarició el vientre y lloró en silencio porque jamás pisaría las riberas de aquel río, porque si su deseo se llegara a cumplir, las espadas de aquellos extranjeros arrancarían los velos de las vírgenes de su ciudad, desnudarían sus cuerpos y profanarían sus senos. Y su pueblo perecería porque la esclavitud no les haría merecer la misericordia de los vencedores, la benevolencia de aquel guerrero dormido. Su humillación como viuda sería apenas el aleteo de una abeja entre los gritos de las mujeres violadas, avergonzadas y deshonradas que seguirían a la caída de Betulia.
Sobre el cabecero del tálamo, envuelta en una vaina de oro, la espada de Holofernes pareció temblar cuando las nubes ocultaron la luz de la luna. Judit la extrajo de su vaina y la levantó por encima de la cabeza. Mientras el filo caía hacia el cuello del amante dormido, en ese segundo eterno, Holofernes la miró sin sorpresa; aún tuvo tiempo de esbozar una sonrisa triste y bajar los párpados de nuevo, como si quisiera regresar a un sueño que ahora sería para siempre. Cuando el filo rasgó la piel, las venas, los cartílagos, cuando quebró los huesos y la cabeza de Holofernes se separó de su cuerpo, Judit acarició la frente salpicada de sangre del amante. Él había preferido no creer en su traición, había preferido creer que aquellos tres días durarían tanto como su río. Con su sonrisa le había dicho que la amaba tanto que prefería morir a matarla.
Con un paño humedecido en ungüentos, limpió el rostro y la barba del general. Besó sus labios, les dio a beber sus lágrimas y trenzó sus cabellos. Cubrió el cuerpo con la sábana; los restos de su amor dibujaban sobre su blancura ríos, costas y mares que ya nunca existirían. Holofernes, mi amor, pensó la mujer, lo que tú no has hecho con esta traidora lo harán los hombres de mi pueblo esta misma noche.
Judit salió del campamento para la oración, como lo hacía cada amanecer, bordeó el barranco y comenzó a subir la pendiente hacia Betulia.
Mientras caminaba, se acarició el vientre de nuevo. Imaginó las piedras lacerando su piel, quebrando sus huesos. No quiso pensar en el dolor de su vida desgarrada por los mismos a los que acababa de salvar. Ellos jamás aceptarían el hijo de Holofernes como a uno de los suyos.
Imagen: Regreso de Judit a Betulia - Botticelli
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