Con algo rojo y sombrero, esa era la consigna de Maese que algunos siguieron y otros no tanto. La angustia se disolvió entre copas y miradas curiosas. El primo del Maestresala (el azar quiso que pasara por la puerta de La Granja) nos congeló en posturas diversas, pero siempre heroicas. Desde las alturas de Biribila nos contemplaba Don Diego; por un instante dejó de apuntar con su dedo displicente hacia la nada y observó divertido la Ría en nuestros labios. Con nosotros, y aunque no se les vea, Salvador de Madariaga y Ernest Hemingway; no nos consta que Don Ernesto se bebiera unas botellas de vino entre latón y terciopelo, pero bien pudo ser. Por entonces La Granja ya estaba allí. Después viajamos bajo tierra hasta la Edad Media, y Ricardo III nos recibió entre sangre y desesperación mientras ofrecía su reino por un caballo. En la batalla quizá pensó en sus cadáveres. En nosotros. Cenamos con vino de Madrid, malo, y de Ribera del Duero, delicioso. Quisimos conocer a una joven de ojos tiernos, pero nos hubimos de conformar con la sonrisa recortada de un camarero distante. Hablamos de lo de siempre, y las mujeres nos ignoraron, como siempre. No diré que no nos importo, nuestra belleza no es de este mundo. Somos decadentes e indestructibles. Al alba, nos despedimos con besos y abrazos. Hasta que Bartleby y Melville nos visiten.
2 comentarios:
Indestructibles Bartlebys... de aquí a la eternidad (no se podía narrar mejor)...
Preferiría no hacerlo...
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