sábado, 14 de enero de 2012

Nieve sucia

El coche patrulla se detuvo en el arcén con un frenazo nervioso. Dos guardias descendieron del vehículo; sus miradas  penetraron en las volutas de azar que escapaban de sus labios y volaron hacia el silencio blanco y pesado que ocupaba la noche. El crujido de la nieve bajo sus botas rebotó en un cielo negro que se derramaba indiferente a su alrededor. Los vapores del tubo de escape reptaron por el asfalto bruñido, se enroscaron en las piernas de los hombres, y cabalgaron por el aire helado hasta fundirse con el alba de los faros.
El conductor hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se aproximó al lugar en el que un tramo de quitamiedos había desaparecido; su compañero se quedó atrás, atento a los chasquidos de la emisora de radio y a la carretera.
— ¿Cómo están, Matías? —gritó desde más allá del velo pálido de su aliento.
Matías iluminaba con una linterna la barranca. Restos metálicos punteaban el desmonte; en la vaguada descansaba el coche que habían estado persiguiendo durante la última media hora.
— ¡Matías, joder! ¡Contesta! —insistió de nuevo el agente con un asomo de histeria en su voz.
— No lo sé, Germán, y deja de gritar. Tú ocúpate de espantar a cualquiera que pase por aquí —respondió Matías. Se dio la vuelta y le miró. Sus ojos sin párpados reflejaron el frío. Los destellos crudos de las luces de emergencia intensificaron la rigidez de su rostro—. Dame diez minutos y después avisa a las asistencias médicas.
Matías devolvió su atención a lo que sucedía en la hondonada. “Tocas a muerto, cabrón”, apenas murmuró el agente; los golpes que partían del automóvil accidentado sonaban como los tañidos de una campana resquebrajada. La puerta brincó y se desprendió de sus goznes. Desde la oscuridad del caparazón abollado salió un hombre tambaleándose. Dio unos pocos pasos a la deriva,  cayó de rodillas y se derrumbó sobre la tierra congelada.
Matías salvó de un salto la valla destrozada y bajó por el talud. El halo de la linterna se difuminaba hasta desvanecerse para amanecer después con fuerza, escoltando los pasos y resbalones del policía por entre el barro y la nieve. Ignoró al hombre caído y se acercó a la puerta del acompañante. Echó un vistazo al interior; la mitad del trabajo ya estaba hecho.
Deslizó el haz del foco sobre los restos humeantes del vehículo hasta que encontró lo que buscaba. Con dos bruscos tirones consiguió desgajar una tira metálica de la carrocería.
El conductor parpadeó al percibir el chorro de luz sobre su cara; tenía un corte profundo en la pierna derecha; el brazo del mismo lado se doblaba en una forma poco natural. Una fuerte patada en el vientre, y el hombre se vio arrojado al frío y a la negrura. Los ojos se le despeñaron entre las sombras de la incomprensión cuando vieron su brazo muerto oscilar como un badajo sin voz.
— Ayúdame —balbuceó mientras la sangre le resbalaba por la barbilla.
— ¿Dónde lo tienes? —preguntó el guardia con un hilo de voz cortante.
— Por favor, ayúdame —repitió el herido. Como si recordara algo giró la cabeza hacia el coche y volvió a mirar a Matías— ¿Cómo está ella?
Matías ignoró la pregunta. Se inclinó sobre el herido. Sus labios casi rozaron la magullada mejilla del hombre.
— Responde. Y rápido. Si no avisamos a los de urgencias no vais a durar mucho —susurró despacio, poniendo de manifiesto lo obvio.
— Eres un hijo de puta —dijo el herido tratando de escupir su odio en el rostro del policía.
Matías se incorporó y se acercó al vehículo. Lo rodeó despacio, como si estuviera valorando su futura adquisición. Se detuvo delante del asiento del copiloto y miró hacia la carretera; sólo se veían las ráfagas de emergencia del coche patrulla. Desenfundó su pistola y apuntó hacia el cuerpo de la mujer a través del parabrisas destrozado. De la garganta del hombre manó un grito en el que se mezclaban una negación desgarrada y un sollozo sin esperanza. Matías regresó a su lado, apoyó una rodilla en el barro y repitió la pregunta.
— ¿Dónde está?
— En el maletero. Ahí lo tienes —respondió abatido. La cabeza del hombre se derrumbó. La frente se marchitó sobre la tierra negra y sus lágrimas se desbordaron sobre el fango helado.
No había mentido. Matías sopesó la bolsa de deporte y la abrió. Un rápido vistazo hizo que sus ojos se endurecieran con el brillo del triunfo. Volvió donde el hombre y de un fuerte culatazo en la cabeza lo dejó inconsciente.
El agente lanzó un suspiro prolongado que se quebró en un amago de risa. Recuperó la chapa que había arrancado de la carrocería y con tres golpes certeros desgarró la piel y el músculo hasta  seccionar la arteria femoral del hombre. El chorro de sangre trazó un arco y su vida se perdió en la oscuridad de la noche, más allá del cono de luz blanca de la linterna. Una muerte rápida. Unos minutos impacientes y todo había acabado.
Matías miró hacia lo alto del terraplén; el vehículo policial continuaba disolviendo la realidad a su alrededor.  Dio una voz de aviso e hizo una señal hacia su compañero.
— ¡Germán! ¡Ya lo tengo! Baja y échame un cable… Éste aún vive…
Germán se llevó la mano a los ojos tratando de esquivar la vena blanca que le apuntaba desde el fondo del barranco; hundió los pies en la nieve sucia y comenzó a descender.



2 comentarios:

Edurne dijo...

Pues yo he contribuído a ensuciar más esa nieve, ya que he paseado por aquí unas tres veces...

Vaya relato, don Rob! Qué sangre fría, qué malababa la de estos tipos, no?

Usted ha dibujado muy bien el alma sucia de estos personajes.

Cuando lo leí, al poco de colgarlo usted, se me quedó el cuerpo así como revuelto. Lo he leído dos veces más, y sí, el cuerpo se revuelve pero se aprecian mejor esas pisadas sucias en la nieve...

un abrazo!
;)

Belidor dijo...

Muy amable, desde la orilla me lee usted con ojos benévolos. Y sí, la nieve, por muy blanca que sea cuando acaba de caer, siempre termina gris y sucia.
Un abrazo.