Pícnico. Esa era palabra técnica que empleaba la doctora de Jacinto Astudillo para aludir a su notable falta de esbeltez. Bajito y barrigón, de cráneo voluminoso y frente despejada, sus ojos eran un par de pequeñas bolas oscuras y desorientadas que se agazapaban detrás de unos gruesos cristales de miope impenitente. Por estas y otras razones, Jacinto Astudillo no era feliz en su existencia de oficinista menospreciado y célibe a la fuerza. Pero en su soledad cotidiana acunaba una pasión: Jacinto estaba enamorado de la mujer más fascinante que existía bajo el cielo del mundo. A todos aquellos que se prestaban a escucharle, no muchos, en realidad —su madre y una señora que solía esperar el autobús por las mañanas en su misma parada—, les hablaba ilusionado de su amor y de su enamorada, de la fe y de la esperanza en los milagros.
Una mañana, cuando el despertador le arrancó de un sueño pesado, denso y algo pringoso, Astudillo tuvo la intuición de que milagro se había producido durante la noche. Apenas se colocó las gafas sobre la nariz, se dio cuenta de que sabía hablar en francés; además las gafas no le asentaban correctamente. Se palpó la nariz y la halló mucho más grande de lo que recordaba, un punto ganchuda incluso. En un súbito destello de lucidez y confianza en su fe, se llevó la mano a la entrepierna y con los ojos muy abiertos exclamó algo así como “mondié”. Quizá siguiera soñando, pero después de dejarse un dedo del pie pegado a la pata de la cama cuando corría hacia el espejo del baño, supo con certeza que todo aquello estaba sucediendo de verdad, que no se trataba de un sueño.
El espejo debía estar empañado porque el rostro que allí se asomaba aparecía confuso tras una niebla que se negaba a disolverse por mucho que Astudillo frotara el cristal. Empezaba a asustarse ante la posibilidad de que, después de todo, aquello sólo fuese un sueño, pero en otro rapto de inteligencia se quitó las gafas; sobre el espejo se dibujaron unos rasgos que reconoció de inmediato. “¡Coño, coño, coño!”, dijo en voz alta y en un castellano de lo más castizo. “Si soy como el Sarkozy”.
2 comentarios:
Sr Belidor :
¿También usted colabora con el calentamiento global ? Estas instantáneas son un tanto sensuales y no deberían estar en un "bloc" serio como el suyo, para sesudos intelectuales de la cosa literaria, metafísica y tricofílica. La señora de Sarkozy es puritita dinamita. Y encima canta y toca la guitarra. En fin, no somos nada...
Déjele usted a Astudillo ser feliz, Maestresala, déjele.
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