Astudillo siempre había sido creyente, incluso de pequeño, cuando se le pegaba la hostia al paladar y al meterse los dedos en la boca, el cura le arreaba un capón en la nuca. Arrebatado por una emoción casi mística, Jacinto cayó de rodillas y, apoyado en el retrete, comenzó a llorar dándole gracias a Dios y a la divina República de Francia. Algo más tranquilo y seguro de la realidad de todo aquello, renqueó hasta la sala y abrazó contra el pecho el álbum de recortes que cada noche completaba y revisaba con fervor. Se le saltaron las lágrimas de nuevo mientras sus dedos trémulos repasaban las fotografías de su amada. De entre sus labios, ahora carnosos, y acompañadas de numerosos perdigones, tres palabras en francés se derramaban como una cascada sobre el álbum: “mon cherí Carla, mon cherí Carla”. Carla, desde aquellas páginas, le guiñó un ojo.
Una hora más tarde, Astudillo estaba en la puerta de la agencia de viajes del barrio. “Déme un billete en el primer avión que salga hacia París. No importa lo que cueste”, le gritó al vendedor. Media hora más tarde entraba en la sección de caballeros de El Corte Inglés de Preciados. Jacinto carecía de un traje adecuado a sus nuevas proporciones. Algo defraudado, se dio cuenta de que Sarkozy era un canijo; para consolarse se volvió a palpar la entrepierna.
Tres horas más tarde embarcaba hacia París desde la T4. Algunos guardias le contemplaron extrañados mientras se rascaban el cogote por debajo de la gorra reglamentaria; unos cuantos franceses cuchichearon a su paso admirados por la gallardía de su presidente; un grupo de monjas en camino hacia las misiones del Congo entornaron sus párpados y sonrieron con arrobo y timidez ante el empaque de ese hombre casi divino. Astudillo ignoraba a todos aquellos seres estúpidos, sus gestos de reconocimiento, su admiración. Él sólo tenía ojos para su propio mundo interior, para la imagen de su idolatrada Carla.
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