miércoles, 24 de febrero de 2010
Ramiro Pinilla en la Librería Troa de Getxo
Dice Don Ramiro: "... Pedí, pues, a mi hija mayor, Begoñita, de ocho años, que pulsara la tecla de punto final, y lo hizo. Desde entonces, ella remata cada nueva novela. Si no la tengo a mano, espero semanas o meses con el espacio en blanco hasta que regresa, y ya no tengo que indicarle que pulse ahí, ya domina un teclado, y lo hace con la seguridad de su experiencia adquirida desde aquellos sus lejanos ocho años...".
domingo, 21 de febrero de 2010
... de Pinilla
"Estaba junto al padre, mirando el barco de cinco mil toneladas que sabíamos se hundiría irremediablemente. La pertinaz lluvia había formado, sobre las alas del viejo sombrero del padre -traído de América por el abuelo hace más de veinticinco años- una especie de foso circular que rodeaba la cúpula central, y así, el sombrero de lona semejaba un castillo antiguo".
miércoles, 17 de febrero de 2010
Nostalgia de fuego y hierro /y 2
Las ciudades son grises por el día, el aire húmedo y salado. Lluvia.
Asfalto gris, fachadas grises, cielo gris. Lluvia a las siete de la mañana, mientras el gran reloj del ayuntamiento bate las calles mojadas con sus tañidos y las sirenas reclaman con un silbido agudo a los oficiantes de la liturgia fabril. Caras y ropas grises se apresuran por las cuestas hacia la estación del tren camino de los templos. Las grúas ya ejecutan su danza lenta y majestuosa contra el telón de unos montes nublados, varados en una extraña red de tuberías, cables y estructuras de metal; las gaviotas traducen con sus graznidos la queja eterna de aquellas montañas prisioneras. Un tren destartalado recorre un paisaje de fábricas oxidadas en las riberas de la ría; de chimeneas enhiestas blanqueando con su humo las nubes de acero que siempre están ahí; de astilleros con monstruos varados a medio devorar, sus entrañas de metal asomadas al húmedo amanecer. Algunos coches se aventuran por carreteras sinuosas que bordean montañas de escoria, vómito arrancado a la tierra; se asoman a las canteras vertiginosas de las que brota sangre sólida; sobre ellos vuelan los cangilones con carbón hacia las fauces de los hornos insaciables.
En cada lugar el mismo olor a acero oxidado y fuego, mar y algas, cloaca y bosque. Y el olor metálico del agua de lluvia mojándolo todo.
Fuego, hierro, rojo, gris… Gaviotas y ría. Lluvia y grúas.
Así es como recuerdo el paisaje de mi infancia.
domingo, 14 de febrero de 2010
Nostalgia de fuego y hierro /1
sábado, 13 de febrero de 2010
Mapamundi
“Bilbao y llueve, llueve, llueve, livianamente, emborronando el aire, las oscuras fachadas y los débiles lomos de Archanda, mansamente llueve”.
Blas de Otero
"Bilbao en gris nos hace pensar en lo transitorio que se lleva la vorágine; en lo eviterno, que ha tenido comienzo y no tendrá fin; en lo eterno, que no ha comenzado y que no acabará".
Azorín
“Bilbao….. mientras yo viva, vivirá conmigo….. y no pienso morirme nunca del todo, porque él no puede morir del todo y en él espero vivir”.
Miguel de Unamuno
miércoles, 10 de febrero de 2010
Paseo a orillas del mar /2
Pero las que vienen no están allá. El olor a jabón y pescado de las tres mujeres se mezcla con el del salitre de la mar, y se enrosca después en torno a las damas de blanco. La más joven se ha quitado el sombrero; con la cabeza baja mira de soslayo a la de la cesta. En sus ojos se mezcla la soberbia con la curiosidad porque no entiende qué desean esas tres, plantadas sobre la arena, descalzas, como si las estuvieran esperando. Una repentina ráfaga de viento alborota las gasas que envuelven su vestido. La señora que camina tras ella levanta un brazo y se sujeta la pamela. Los velos que cuelgan del ala se agitan y esconden su rostro. La sombrilla abierta se estremece en su mano; la inclina con la intención de hurtarla al viento, pero la joven que la acompaña piensa por un momento que su madre la emplea como un escudo ante aquellas mujeres… Las mujeres de los pescadores muertos… Ellos trabajaban para su padre… Ahora las ha reconocido. No recuerda los nombres, pero sí sus caras. Los surcos profundos de la edad hoy están llenos de pena y tristeza. Y de rabia.
En los ojos de la viuda más joven las lágrimas se desbordan, y cuando la brisa no se las lleva, mojan las ropas del bebé que acuna. La mujer que ya sólo es mujer se vuelve hacia su compañera. No le habla, pero la otra entiende. Se seca la humedad de las mejillas y endereza la espalda. El llanto por la muerte de sus hombres vendrá cuando llegue la oscuridad, a la orilla de aquellas mismas aguas que aún no se los han devuelto; la sal de las lágrimas se derramará entonces en la sal de la mar, y de las olas. Pero eso será en la noche, en esta noche y en muchas otras después de ella, no ahora, no delante de esas dos.
Las damas pasan de largo y esquivan las miradas de las tres mujeres como si fuesen olas traicioneras que pretendiesen arruinar sus botines de charol. La más joven baja los párpados y vuelve apenas la cabeza hacia el mar. Allá, en algún valle azul, entre afiladas y efímeras cumbres de espuma, se perdieron los pescadores. Un escalofrío bate su piel, y después la palidez tiñe sus mejillas cuando imagina a su padre y hermanos flotando ingrávidos, mirándola con ojos ciegos desde un silencio opaco. Por un instante cree entender el dolor, la ira y el resentimiento de esas tres. Sólo por un instante. Se coloca de nuevo el sombrero; debería sentir algo, pero ya no encuentra un entrecejo para ellas. A su lado, escudada tras su sombrilla, con una indiferencia tan fingida como real es la de las olas, la madre no desvía los ojos del horizonte.
La mujer del pelo oscuro se gira y las sigue con el semblante turbio. Aspira hondo y casi grita sus palabras.
—¡Míralas, allá van!
domingo, 7 de febrero de 2010
Paseo a orillas del mar /1
—¡Míralas, allá vienen!
La que ha hablado es una mujer alta y robusta. Lleva el pelo oscuro y brillante recogido en un rodete. Colgada de su brazo izquierdo, una cesta de mimbre vacía. Mira desafiante hacia el otro extremo de la playa. Ha pronunciado sus palabras en voz alta, casi en un grito. No busca que sus compañeras la oigan, quiere que las damas vestidas de blanco que pasean por la arena se enteren de que están allí, ella y las otras dos, cada una con un recién nacido en brazos. Echa una pierna adelante y su cadera avanza provocadora. Levanta un poco la barbilla y apoya su puño en la cintura. Ella ya no tiene hijos. Por eso está allí. Por eso están allí. La mujer morena ya no es ni madre ni esposa. Las otras aún pueden decir que son madres, quizá por eso se quedan un paso atrás, como si quisieran que sus sombras reposasen en el soberbio regazo de la mujer que ya sólo es mujer, ni madre ni esposa.
Aspira hondo, su busto se hincha mientras el chal que lleva sobre los hombros aletea, negro como el presagio de una tragedia. Quizá pudiéramos pensar algo así si no fuese porque no hacen falta los presagios, si no fuese porque la tragedia ya es una realidad que las empapa como la húmeda brisa que agita sus ropas.
Las tres mujeres están descalzas, no temen a la mar.
—¡Míralas, allá vienen! —repite.