Pero las que vienen no están allá. El olor a jabón y pescado de las tres mujeres se mezcla con el del salitre de la mar, y se enrosca después en torno a las damas de blanco. La más joven se ha quitado el sombrero; con la cabeza baja mira de soslayo a la de la cesta. En sus ojos se mezcla la soberbia con la curiosidad porque no entiende qué desean esas tres, plantadas sobre la arena, descalzas, como si las estuvieran esperando. Una repentina ráfaga de viento alborota las gasas que envuelven su vestido. La señora que camina tras ella levanta un brazo y se sujeta la pamela. Los velos que cuelgan del ala se agitan y esconden su rostro. La sombrilla abierta se estremece en su mano; la inclina con la intención de hurtarla al viento, pero la joven que la acompaña piensa por un momento que su madre la emplea como un escudo ante aquellas mujeres… Las mujeres de los pescadores muertos… Ellos trabajaban para su padre… Ahora las ha reconocido. No recuerda los nombres, pero sí sus caras. Los surcos profundos de la edad hoy están llenos de pena y tristeza. Y de rabia.
En los ojos de la viuda más joven las lágrimas se desbordan, y cuando la brisa no se las lleva, mojan las ropas del bebé que acuna. La mujer que ya sólo es mujer se vuelve hacia su compañera. No le habla, pero la otra entiende. Se seca la humedad de las mejillas y endereza la espalda. El llanto por la muerte de sus hombres vendrá cuando llegue la oscuridad, a la orilla de aquellas mismas aguas que aún no se los han devuelto; la sal de las lágrimas se derramará entonces en la sal de la mar, y de las olas. Pero eso será en la noche, en esta noche y en muchas otras después de ella, no ahora, no delante de esas dos.
Las damas pasan de largo y esquivan las miradas de las tres mujeres como si fuesen olas traicioneras que pretendiesen arruinar sus botines de charol. La más joven baja los párpados y vuelve apenas la cabeza hacia el mar. Allá, en algún valle azul, entre afiladas y efímeras cumbres de espuma, se perdieron los pescadores. Un escalofrío bate su piel, y después la palidez tiñe sus mejillas cuando imagina a su padre y hermanos flotando ingrávidos, mirándola con ojos ciegos desde un silencio opaco. Por un instante cree entender el dolor, la ira y el resentimiento de esas tres. Sólo por un instante. Se coloca de nuevo el sombrero; debería sentir algo, pero ya no encuentra un entrecejo para ellas. A su lado, escudada tras su sombrilla, con una indiferencia tan fingida como real es la de las olas, la madre no desvía los ojos del horizonte.
La mujer del pelo oscuro se gira y las sigue con el semblante turbio. Aspira hondo y casi grita sus palabras.
—¡Míralas, allá van!
No hay comentarios:
Publicar un comentario