domingo, 7 de febrero de 2010

Paseo a orillas del mar /1

"Mas se paro un momento, se consigo
Fechar os olhos, sinto-os a meu lado
De novo, esses que amei viven comigo".

Antero de Quental

—¡Míralas, allá vienen!

La que ha hablado es una mujer alta y robusta. Lleva el pelo oscuro y brillante recogido en un rodete. Colgada de su brazo izquierdo, una cesta de mimbre vacía. Mira desafiante hacia el otro extremo de la playa. Ha pronunciado sus palabras en voz alta, casi en un grito. No busca que sus compañeras la oigan, quiere que las damas vestidas de blanco que pasean por la arena se enteren de que están allí, ella y las otras dos, cada una con un recién nacido en brazos. Echa una pierna adelante y su cadera avanza provocadora. Levanta un poco la barbilla y apoya su puño en la cintura. Ella ya no tiene hijos. Por eso está allí. Por eso están allí. La mujer morena ya no es ni madre ni esposa. Las otras aún pueden decir que son madres, quizá por eso se quedan un paso atrás, como si quisieran que sus sombras reposasen en el soberbio regazo de la mujer que ya sólo es mujer, ni madre ni esposa.

Aspira hondo, su busto se hincha mientras el chal que lleva sobre los hombros aletea, negro como el presagio de una tragedia. Quizá pudiéramos pensar algo así si no fuese porque no hacen falta los presagios, si no fuese porque la tragedia ya es una realidad que las empapa como la húmeda brisa que agita sus ropas.

Las tres mujeres están descalzas, no temen a la mar.

—¡Míralas, allá vienen! —repite.



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