Bajo los arcos del acueducto de Évora se cobijan las viviendas, sus fachadas blancas alineadas con las columnas de piedra de la conducción de agua. Toda la ciudad resplandece de blanco, Évora no se cae, se eleva orgullosa sobre las piedras que cubren sus calles, piedras sobre las que rebota el eco de los murmullos y se extiende como un manto adormecedor. Aquí se respira tranquilidad, reposo, decadencia. Évora parece fuera del tiempo, ajena a las prisas y al furor de los visitantes. Se camina despacio por la sombra, cualquier momento y rincón son buenos para detenerse a descansar. ¿Para qué apresurarse? Al final todos seremos feligreses de la Capela dos Ossos.
Como en tantos lugares, la vanidad humana aquí también se queda reducida a losas y tumbas que sólo sirven de fondo a las fotografías de los turistas, o que acaban siendo pulidas hasta el anonimato por las pisadas de los fieles y los curiosos. Pero en Évora hay un sitio especial, la Capela dos Ossos. En el dintel de entrada, un aviso: “Nós ossos que aqui estamos, pelos vossos esperamos”. Más allá, paredes y columnas recubiertas de calaveras, tibias, coxis y fémures hasta transformarse en los auténticos muros que sostienen las bóvedas. La vida humana así resumida a ser el revoque de una capilla; mudos, sordos y ciegos asistentes eternos a las oraciones y salmodias de los monjes que allí los han fijado.
2 comentarios:
Negro como la pez...
El sitio acojona de verdad...
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