Llamé a la oficina el lunes por la mañana. En la habitación del hospital no había teléfono y mi móvil, junto con mis otros efectos personales, había desaparecido después del accidente. Para mí el asunto era grave porque en la cartera llevaba varios informes que debía haber revisado durante el fin de semana para entregarlos aquel mismo lunes. El estómago se me sublevaba sólo de pensar en lo que iba a suceder con Don Arturo, mi jefe, si no aparecían pronto aquellos documentos.
El teléfono estaba en la sala de espera, por fortuna casi vacía a aquellas horas. Marqué el número de mi jefe y aguardé a que respondiera. Don Arturo es un sesentón seco, autoritario, prepotente y despótico, dotado de un extraño sentido del humor que sólo él entiende. Además es una persona muy pesada. Hace cinco años que comencé a trabajar para él y desde el primer día estuvo convencido de que yo era una especie de anormal a quien era necesario explicarle todo por escrito y después leérselo muy lentamente, para cerciorarse de si lo había captado… en esencia. “En esencia, ¿eh, Montes?, en esencia.” “Sí, Don Arturo, en esencia.”
En esencia. Aquél era su latiguillo predilecto. Por supuesto yo no captaba la esencia de nada de lo que me decía: Don Arturo era incapaz de acabar una frase y enlazarla con la siguiente en un discurso ordenado. De entre sus dientes, e impulsadas por la catapulta de su lengua, salían palabras y más palabras que se convertían en un enjambre de moscardones zumbando alrededor de mi cabeza, aturdiéndome hasta lograr que mi rostro adquiriera el gesto idiota que caracterizaba mis conversaciones con él.
De la confusión y la idiotez sólo había un paso hasta el sometimiento más absoluto, y esa frontera hacía ya mucho tiempo que la había atravesado. Sus razonamientos eran pétreos e invulnerables; sus órdenes siempre se obedecían; sus opiniones eran tan sagradas, ambiguas y certeras como los oráculos de la pitonisa de Delfos. Las jornadas laborales sólo finalizaban cuando él lo dictaba con su propia marcha; por las tardes espiaba nuestra salida desde la ventana de su despacho y si, por un azar o necesidad, alguna vez abandonábamos la oficina antes que él, la desazón de sabernos observados y de tener que afrontar a la mañana siguiente su interrogatorio y acusación inquisitoriales, nos descomponía el gesto, el pulso y las tripas.
Aspiré hondo cuando oí su voz al otro lado del auricular.
—¿Sí? —gruñó Don Arturo.
—Hola, Don Arturo. Soy Ricardo, ¿qué tal está usted? Verá, le llamo desde el hospital. El sábado… —no pude continuar.
—¡Montes! ¿Dónde coño andas? Ya tenías que estar aquí, ¿es que no sabes que tenemos una reunión con los de la consultora a las diez? —gritó mi jefe en su más pura esencia.
—Sí, Don Arturo —balbuceé—, pero es que he tenido un accidente. El sábado me cayó un ladrillo de una fachada en el hombro derecho y lo tengo destrozado.
—Ya, o sea que hoy no vienes a trabajar —¿dije que era un insensible?
—Pues no, Don Arturo, creo que no. Lo siento mucho, pero…
—Vale, vale, ya me apañaré. Oye…
—¿Sí?
—Digo que, ¡coño!, si el ladrillo te llega a dar en la cabeza, en esencia te jode, ¿eh, Montes? —soltó una risotada y colgó sin despedirse.