martes, 19 de octubre de 2010

En esencia /y 4


El resto de la tarde lo pasé angustiado. Cada pocos minutos me giraba inquieto, como si temiera que la puerta se fuese a abrir de un momento a otro. Cuando lo hacía, mis ojos se cruzaban con los de aquella mujer. Durante la mañana la señora me había parecido una especie de centinela, era como si mi jefe hubiera dejado allí su esencia, inquietante y condensada. Sin embargo, ahora me daba pena, porque tenía la impresión de que Don Arturo, sencillamente, se la había dejado olvidada.

Por la noche, la enfermera se congratuló de que mi madre me acompañara de una manera tan incondicional. Eso era amor, dijo mientras la arropaba con una mantita.

Don Arturo no apareció a la mañana siguiente, pero la enfermera vino a buscarme y me acompañó hasta el teléfono. Mi jefe me reclamaba los últimos informes. Traté de explicarle que el dolor del brazo afectaba a mi concentración, lo cual era mentira, y que su señora seguía allí, esperándole, lo cual era verdad, y que… En este punto me interrumpió y me berreó que tuviera mucho cuidado con lo que hacía.

Una semana más tarde, la señora continuaba allí conmigo y ya iba al baño cada dos o tres horas. Poco a poco, Celia —el tercer día se atrevió a susurrarme su nombre—, fue reviviendo. El primer día se había limitado a salir de la habitación cuando vinieron a hacerme la cama. Cuando la enfermera le indicó que ya podía pasar, se volvió a sentar en la butaca. El segundo día me ayudó solícita con la comida: me troceó el filete y después me peló una manzana. Se desplazaba por la habitación como un pájaro, dando pequeños brincos, moviendo la cabeza arriba y abajo sobre su delgado cuello. Solía ausentarse treinta minutos a su hora de comer; después regresaba, silenciosa, y se posaba de nuevo sobre su palo en forma de butaquita.

Don Arturo no había vuelto a aparecer por el hospital. La tarde en que me telefoneó para gritarme que, en esencia, estaba despedido, creo que me limité a encogerme del hombro sano y alegrarme ante la idea de perderle de vista. Quise preguntarle cuándo iba a recoger a su esposa; un chasquido al otro lado de la línea y un pitido en la oreja fue lo que obtuve por toda contestación. No fui capaz de volver a llamarle. En esencia, y aunque me hubiese despedido, Don Arturo siempre iba a ser mi jefe.

Unos días más tarde me dieron el alta. Celia seguía allí, subiendo y bajando su cabeza como si estuviera atisbando de continuo la aparición de Don Arturo, y ayudándome con una diligencia y esmero cada vez mayores. Ahora vendrá el taxi a recogerles a usted y a su madre, dijo la enfermera. Miré a la señora y me pareció que una sonrisa asomaba a sus labios. Otra duda enorme, estúpida e incongruente me asaltó de nuevo, una duda que delataba, en esencia, mi derrota y mi falta de carácter. Pensé, ¿y qué hago yo ahora con esta mujer?

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