martes, 5 de octubre de 2010

En esencia /2


Cuando recuperé la conciencia después del accidente, lo primero que pensé fue que, después de cinco años, me iba a poder librar de aquel tipo de bromas y de sus actitudes tiránicas y humillantes durante una buena temporada. No recuerdo un solo día en el que no regresara a casa desquiciado. ¿Cómo no va uno a perder los nervios cuando el jefe te llama por teléfono de forma compulsiva, después aparece por el despacho, te repite la conversación telefónica de unos minutos antes y a continuación convoca una reunión para tratar el mismo tema? Me mortificaba con sus críticas, con su desconfianza perpetua acerca de mi trabajo. Mis opiniones se perdían por el desagüe de su indiferencia de forma sistemática. Para él yo no era sino un mero recipiente en el que vertía su esencia y anulaba la mía propia. En esencia, cuando Don Arturo estaba presente, los demás no existíamos. En la oficina su presencia era intensa, continua, adherente, pegajosa, opresiva. Sólo cuando se encerraba en su cubil o se ausentaba nos atrevíamos a levantar la vista de los teclados; de vez en cuando hasta osábamos criticarle, no sin antes dirigir nuestros ojos atemorizados hacia la puerta tras la cual moraba aquel hombre.

Ya nos habían dado de cenar cuando Don Arturo se presentó en el hospital acompañado de la que supuse que debía ser su señora, porque no se molestó en presentármela.

—Tú siéntate ahí, mujer, hasta que termine con Montes —le ordenó en un tono que a mí mismo me hizo enderezar la espalda y casi ponerme en posición de firmes.

La sorpresa por la visita apenas duró unos segundos; el objetivo de mi jefe no era interesarse por mi salud, sino dejarme unos cuantos informes y exigirme los que me habían perdido en el hospital. Esto ya me parecía más propio de él.

—Mañana los quiero revisados y comentados, ¿eh, Montes?, y los del viernes también, que el ladrillo te ha dado en el hombro, no en la cabeza —me ordenó, después de media hora de divagaciones acerca de la esencia de su contenido.

—Sí, Don Arturo. Trabajaré en ellos toda la noche —respondí.

Me echó una mirada de reojo cargada de recelo y, sin siquiera despedirse, se dio la vuelta y le gritó a su esposa:

—¡Vamos, mujer! Ya he terminado con éste, date prisa, coño, saca el culo de la silla —la atosigó.

A las ocho de la mañana del día siguiente, Don Arturo apareció en la habitación acompañado de nuevo por su señora. Con las mismas formas que la tarde anterior le ordenó a su esposa que se colocara donde no estorbase. La señora se deslizó hasta una esquina del cuarto y se sentó en una butaquita forrada de plástico que había al lado de la ventana. Mientras agarraba los informes, dando por supuesto que estaban ya revisados —lo cual, en esencia, era incierto—, Don Arturo se me acercó más de lo que me hubiera gustado, agitándolos delante de mi cara. El iris de sus ojos aparecía rodeado por un tenue aro rojizo, lo cual era muy mala señal. Un temblor más que predecible hizo que mis piernas se convirtieran en madejas de lana. En pocos segundos, Don Arturo quedó reducido a unos labios que se contorsionaban de una manera inquietante.

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