—No me huya la mirada, Montes, no me huya la mirada que a mí no me la pega. ¿Dónde están los otros tres informes? ¿Se puede saber? ¿Para qué le pago, para que esté aquí todo el santo día, en esencia tocándose los huevos?
Traté de explicarle lo del extravío de los informes el día que me ingresaron, pero sin demasiada convicción. Era consciente de la futilidad de mi intento. Mi fracaso se dibujaba en las cejas cada vez más enarcadas de mi jefe.
—Usted, Montes… —la voz le temblaba de ira. A mí el frío me chorreaba por todos los poros de mi piel.
—Usted, Montes —repitió—, usted se piensa que yo soy idiota…
—No, por Dios, Don Arturo —no podría decir si mi voz llegó a oírse. Ni siquiera sé cómo fui capaz de abrir la boca.
Don Arturo soltó un bufido y se largó dando un portazo.
Me quedé unos segundos en medio de la habitación tratando de recuperarme, aspirando muy hondo, queriendo olvidar aquellos iris orlados de sangre.
De repente me acordé de la señora de Don Arturo. Mi cara de pasmo me contemplaba desde el espejo, allá a lo lejos, al fondo de la habitación. Dejó de hacerlo cuando me giré. Allí seguía, sentada en el sillón, inmóvil, mirándome muy fijo, sin parpadear. El día anterior no me había fijado mucho en ella. Ahora, sin embargo, no me quedó más remedio. La esposa de mi jefe era una mujer de unos sesenta años, rostro estrecho de tez amarillenta y cuerpo diminuto. No mostró con ningún gesto que la marcha de su marido le hubiese provocado ni la más ligera inquietud o extrañeza. Se quedó sentada en el sillón y se limitó a continuar mirándome. Durante las siete horas siguientes no dijo ni palabra. Era como una pintura egipcia, siempre de perfil, mirándome.
Mi jefe regresó por la tarde; traía más informes, mezclados ahora con unas cuantas amenazas. En esencia, mis comentarios a los del día anterior le habían parecido una mierda. Al resonar esta última palabra en la habitación, la señora emitió su primer sonido en todo el día mientras se ponía en pie: una ligera tosecilla con la que, imagino, quiso atraer la atención de Don Arturo. Mi jefe la fulminó con la mirada y con un gesto de la mano le ordenó que se sentara de nuevo. Sin apenas darle tiempo a que obedeciera, Don Arturo se dirigió hacia el pasillo y dejó manifiesto su enojo mayestático con un portazo que logró que la pobre mujer volviera a encastrarse entre los brazos del silloncito. El semblante de la señora me recordó al de un chucho asustado, sólo le faltaba soltar unos cuantos gañidos. No sé por qué, pero en aquel momento me asaltó una duda enorme, estúpida e incongruente. ¿Esta tía no tiene que ir al baño nunca?
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