EL CARTERISTA se aproximó con disimulo a su víctima. Se detuvo detrás de ella y con un ágil aletear de dedos abrió la cerradura del bolso. Despacio, muy despacio fue introduciendo la mano en él y comenzó a tantear en su interior. De repente un tremendo escozor le atenazó la muñeca. El semáforo cambió y la señora del bolso empezó a caminar mientras le lanzaba una mirada. Una sonrisa irónica asomó a los labios de la mujer. El carterista quiso gritar que le robaban la mano, pero cayó al suelo antes de poder hacerlo, muerto de vergüenza.
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