lunes, 5 de octubre de 2009

El loro que olvidó hablar

El loro paseaba triste y pensativo por las almenas de la torre más alta del castillo. Era un loro viejo, y por viejo, quizá también sabio. Así, había conseguido la sabiduría que sólo se adquiere con la tristeza como amiga y la soledad como refugio.

Aprendió a hablar con un pirata de barbas trenzadas y teñidas de añil, hace muchos años, cuando no era un loro viejo ni, quizá, sabio. Al principio sólo sabía decir “Al abordaje” y “Sin piedad”. Con el tiempo aprendió frases más complicadas y amenazadoras. Cuando los soldados del rey capturaron el barco pirata y colgaron a su dueño, le pareció oportuno, y quizá sabio, cambiar el tono de su conversación.

Después de varios días de orfandad, durante los cuales revoloteó desde la cofa al bauprés, desde bauprés al trinquete y vuelta a la cofa temiendo por su vida, rehuyendo las miradas aviesas, y quizá hambrientas, de los marineros, la hija del capitán que había ajusticiado al pirata se encariñó con él. Lo recogió con sus manos pequeñas y cálidas, y lo llevó a la fortaleza donde vivía con su padre en la Isla de Poniente.

El loro se enamoró de la niña. Un amor quizá imposible, y seguro desesperado, porque entre los piratas no había aprendido jamás palabras de amor con las que acariciar sus hombros. El loro pensó que si le decía algo como “Te voy a cortar el cuello”, ésta lo expulsaría de su nuevo hogar. Y si le llegara a oír el capitán entonces serían sus plumas, y quizá su vida, las que peligrarían. Así que el loro enmudeció. Durante muchos años no abrió el pico, y todos en la ciudadela se fueron olvidando de él. También la niña. Y de igual manera el loro fue olvidando aquellas frases salvajes, pero a cambio nunca aprendió a hablar de amor.

Con el tiempo la niña creció y se convirtió en una joven casadera. Y pronto apareció un pretendiente.

La mañana en que ambos partían hacia la Isla Grande, el loro pronunció sus últimas palabras; las únicas que, quizá, aún no había olvidado; las últimas que dijo el pirata antes de pender de la soga. “Os maldigo”, gritó el loro. Desde aquel momento su vida, además de triste y solitaria, fue la de un fugitivo. El capitán le persiguió con saña y el loro solamente pudo salvarse volando hasta la torre más alta, fuera del alcance de pistolas y arcabuces. Desde allí vio cómo el barco en el que partían la niña y su prometido era asaltado por corsarios y se hundía entre llamas y olas. Nadie se salvó. Tampoco la niña.

El capitán y su séquito, desolados, abandonaron para siempre el castillo unas semanas más tarde, pero el loro nunca voló a otras tierras. Aún se pasea triste y pensativo por las almenas; y trata de encontrar una palabra que, quizá, no exista; una palabra que ya no servirá de nada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me sigue gustando tanto como la primera vez que lo escuché, e incluso más. Seguramente además del arte del escritor tiene que ver, como ya dije en su día, que yo aprendí a leer con un libro que contaba la historia de un loro verde. Se llamaba "Esigual".
Organizatrix

Belidor dijo...

Yo aprendí con "El patito feo"... Lo del cisne, ¿cuándo llega?