— Ayúdame —balbuceó mientras la sangre le resbalaba por la barbilla.
— ¿Dónde lo tienes? —preguntó el guardia con un hilo de voz cortante.
— Por favor, ayúdame —repitió el herido. Como si recordara algo giró la cabeza hacia el coche y volvió a mirar a Matías—. ¿Cómo está ella?
Matías ignoró la pregunta. Se inclinó sobre el herido. Sus labios casi rozaron la magullada mejilla del hombre.
— Responde. Y rápido. Si no avisamos a los de urgencias no vais a durar mucho —susurró despacio, poniendo de manifiesto lo obvio.
— Eres un hijo de puta —dijo el herido tratando de escupir su odio en el rostro del policía. Matías se incorporó y se acercó al vehículo. Lo rodeó despacio, como si estuviera valorando su futura adquisición. Se detuvo delante del asiento del copiloto y miró hacia la carretera; sólo se veían las ráfagas de emergencia del coche patrulla. Desenfundó su pistola y apuntó hacia el cuerpo de la mujer a través del parabrisas destrozado. De la garganta del hombre manó un grito en el que se mezclaban una negación desgarrada y un sollozo sin esperanza. Matías regresó a su lado, apoyó una rodilla en el barro y repitió la pregunta.
— ¿Dónde está?
— En el maletero. Ahí lo tienes —respondió abatido. La cabeza del hombre se derrumbó. La frente se marchitó sobre la tierra negra y sus lágrimas se desbordaron sobre el fango helado. No había mentido. Matías sopesó la bolsa de deporte y la abrió. Un rápido vistazo hizo que sus ojos se endurecieran con el brillo del triunfo. Volvió donde el hombre y de un fuerte culatazo en la cabeza lo dejó inconsciente.
El agente lanzó un suspiro prolongado que se quebró en un amago de risa. Recuperó la chapa que había arrancado de la carrocería y con tres golpes certeros desgarró la piel y el músculo hasta seccionar la arteria femoral del hombre. El chorro de sangre trazó un arco y su vida se perdió en la oscuridad de la noche, más allá del cono de luz blanca de la linterna. Una muerte rápida. Unos minutos impacientes y todo había acabado.
Matías miró hacia lo alto del terraplén; el vehículo policial continuaba disolviendo la realidad a su alrededor. Dio una voz de aviso e hizo una señal hacia su compañero.
— ¡Germán! ¡Ya lo tengo! Baja y échame un cable… Éste aún vive…
Germán se llevó la mano a los ojos tratando de esquivar la vena blanca que le apuntaba desde el fondo del barranco; hundió los pies en la nieve sucia y comenzó a descender.
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