miércoles, 14 de octubre de 2009

Endura

En el cielo no había luna, sólo el tenue fulgor de miles de estrellas rompía la oscuridad. Miró a su alrededor y todo estaba negro; todo, excepto sus manos. Podía ver sus manos, blancas, dos enormes mariposas que aleteaban en aquel mar de tinta. Las acercó a sus ojos, pensó que sus manos se acercaban a sus ojos, y éstas se aproximaron con las palmas vueltas hacia el cielo. Habían de ser suyas, por fuerza; obedecían a su voluntad, sin embargo no eran como las recordaba. Aquellas dos manchas blanquecinas eran más pequeñas, de una manera sutil, como si tuvieran menos años, como si aún no hubiesen vivido, como si todavía no hubieran tenido la oportunidad de herir y ser heridas.
Levantó la cabeza y atisbó hacia algún punto en el interior de la negrura. Las tinieblas continuaban guardando su secreto, no permitían que el hombre supiera dónde se hallaba, escoltaban su misterio, fieles sicarios del futuro. De pronto sus ojos captaron una ondulación en el aire negro, una voz cabalgaba en la cresta de aquella ola, una voz que portaba su nombre. Entonces recordó.

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