martes, 27 de octubre de 2009

La isla de los circuncidados

Aquel endemoniado pajarraco me estaba picoteando el ojo izquierdo. El derecho ya se lo habían comido el día anterior, en las primeras horas de la mañana, mientras la flota entraba en el puerto de Mesina. Mi cuerpo llevaba tres días colgado (por el cuello, maticémoslo como aclaración obligada) del mástil de la galera, para escarmiento y aviso de los infractores de las normas y demás elementos asociales. Durante esos tres días, primero la lluvia, luego el viento arrastrando la salobre agua, y finalmente, el sol castigador del Mediterráneo habían resecado mi piel, convirtiendo mi antes hermoso cuerpo en un guiñapo informe.
Tampoco es que hubiera excesiva ceremonia durante la ejecución; me subieron a empellones a la plataforma, apretaron el lazo en torno a mi cuello y tiraron del otro extremo de la cuerda. Así me fui elevando poco a poco hasta ocupar mi actual posición de discutible privilegio.
La verdad es que tardé bastantes minutos en morir, pero el trámite no fue doloroso en extremo. Tal vez al principio, mientras me iban subiendo. Pataleé, como corresponde a todo buen ahorcado, pero luego, ya arriba, me sumergí en una especie de quietud, arrullado por el rumor del mar y los gritos de las gaviotas cabalgando por el aire. Pude contemplar como los cirros ocultaban porciones de cielo azul a medida que se me escapaba la vida. La muerte me llegó cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a humedecer mi amoratado rostro; el cielo se volvió negro, sentí un mareo enorme, tuve la sensación de estar cayendo.
Y así fue como me convertí en fantasma.
Cuando recuperé la conciencia (o lo que sea que se supone que tiene un fantasma) estaba sobre la cubierta, observando como mi cuerpo se balanceaba, con dos gaviotas sobre la cabeza, las cuales se estaban dando el banquete de su vida con mis ojos; ora picoteaba una, ora la otra. Encantador, una escena realmente deliciosa. Y se preguntarán vuestras mercedes cuál fue el horrible delito que me condujo a tan peculiar coyuntura, un tanto ambigua, por otra parte. Pues bien, deben conocer que en la Armada comandada por el Hermanastro de Su Majestad no se permiten una serie de perversiones (o diversiones, que todo depende del punto de vista) entre ellas la sodomía. Pero también es verdad que lo más parecido a una mujer es un hombre y que después de varias semanas embarcado, sin pisar tierra… Y mi joven sirviente era tan sensible, delicado e inocente… En fin, el pobre muchacho tampoco salió bien parado de la aventura. Creo que lo arrojaron por la borda unas horas antes de ajusticiarme. Al menos espero que su alma obtenga el descanso eterno. La mía, sin embargo, tiene un trabajo que realizar durante los próximos años, para mayor gusto y placer del capitán de la galera. Porque a partir de esta noche, y todas las que sigan hasta el día de su muerte, me verá aparecer en su cama, siempre a medianoche, y podrá gozar de una sodomización espectral.

2 comentarios:

El maestresala dijo...

Sr Belidor :


Qué aroma a humedad de libro antiguo. Qué lejos quedan los primeros relatos que escribíamos siendo más jóvenes y crédulos... Se me saltan las lágrimas.

Belidor dijo...

No llore usted, Maestresala, que tan malo no es el cuento...
Más jóvenes y crédulos... ¡Ay! Compañero del metal, que va a ser cierto.