La caravana se detuvo y se agrupó a la sombra de unos peñascos. Las mujeres hicieron amago de bajarse de las mulas, pero Lot las detuvo con un gesto de la cabeza. No, dijo, hemos de continuar. Recordad las órdenes que nos dieron los ángeles del Señor. La mujer de Lot lo miró a los ojos y después su mirada resbaló hacia el cuerpo tembloroso que se ocultaba detrás de él. Recuérdalas tú también, dijo ella. A Lot se le descompuso el rostro en una mueca en la que se cincelaban la turbación y la cobardía, una vez más. Henok percibió en su mejilla el súbito endurecimiento de los músculos de su amo, tensos como el arco que se prepara a herir el cielo con sus flechas. Lot carraspeó, tosió, titubeó antes de hablar. Como cuando me arrojó de su casa, pensó Henok. El olor, su olor, sin embargo no era como entonces, ahora era mucho más denso, como si se hubiera destilado en las gotas de sudor que cubrían su cara. Un olor intensamente salado, tanto que había conseguido apagar el del azufre. El corazón le golpeaba en el pecho con el mismo ritmo que el rumor que inundaba el horizonte y se desplomaba sobre Sodoma. Qué sucede con la ciudad, Henok, hijo. Dínoslo, nosotros no nos atrevemos a mirar. Hazlo tú y cuéntanos.
Henok se bajó de la mula. La mujer de Lot y sus hijas se habían cubierto la cabeza con un manto. Lot permaneció sobre su montura con los ojos clavados en algún lugar lejano más allá de la tierra reseca que se extendía a su alrededor, más allá de Henok. Éste levantó la vista y miró el rostro de su amo, sabía que de alguna manera la traición se ocultaba en sus palabras.
Mira, Henok, mira y cuéntanos, repitió Lot.
Y Henok obedeció a Lot. Las lágrimas le nublaron la vista, le resbalaron sobre las mejillas, y gotearon sobre sus labios. Y le supieron a sal.