Al tercer día, unos hombres con uniformes que no supieron reconocer echaron abajo las puertas del refugio y les hicieron salir. La mujer creyó que la luz del sol cegaría sus ojos después de tantas horas viviendo en un mundo de penumbras. Pero no. No había ningún sol allí. Sólo nubes oscuras, grasientas y sudadas. Eso le pareció. Tuvo la sensación de que la ciudad olía a sudor rancio. Ella no lo sabía, pero los cuerpos quemados con fósforo huelen así. Vio a un grupo de soldados que rodeaba unos cadáveres deformados de una manera aterradora. En algunos seguían titilando llamitas azuladas, otros se habían quemado hasta volverse pardos. Todos yacían retorcidos en un charco de su propia grasa. Un soldado se aproximó a uno de los cuerpos y encendió un cigarrillo con aquel fuego.
La mujer no pudo vomitar. Su estómago estaba vacío.
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