Contraviniendo las ordenanzas municipales, se hallaba sentado en el cañón. Escrutaba el horizonte del mar desde la antigua fortaleza esperando con ansiedad la llegada del barco. No debió hacerlo durante mucho tiempo. Enseguida divisó un hilo de humo blanco cimbreándose en el aire.
Ansiaba verlo llegar, el tráfago en el puerto. El griterío y el movimiento en la cubierta acompañando al amarre de la nave. Intuía que aquel vapor traería cartas de ella. Y en sus letras, acompañadas de las noticias de la metrópoli, su voz clara e inconfundible: “Te echo de menos…” “Me gustaría estar ahí contigo…”
Sentado en el cañón imaginaba su sonrisa, su alegría contagiosa. Pero todavía quedaba lejano en el tiempo el encuentro. La brisa besaba su rostro.
La carta llegó, sepia, con tinta azul, con aquella tinta azul que sólo ella utilizaba, de un azul extraño, lejano, pero de ella.
La carta llegó, pero no decía que le echaba de menos, ni que le quería, ni siquiera que se acordaba de sus aficiones, le confesaba su repugnancia, asco, cansancio. Empezó con sinceridad, acabó católicamente.
Tras sus ojos, decidió informarse de su nueva situación. Ya no le quería, sentía que estuviera lejos, que las cartas fueran tardías y que sufriera, pero la vida es así, ella —su novia, su amor— ya no le quería. Lo hacía con otro, un ingeniero escandinavo que no le pedía explicaciones.
Sus dedos se cerraron en un puño y en su interior las letras de tinta azul chorrearon como si fuesen lágrimas. Su brazo restalló como un látigo cuando arrojó el papel arrugado a las fangosas aguas del puerto.
Se emborrachó en la taberna de Hopper. Cada vaso de ron se mezclaba con una de las palabras de desprecio; cada vez que su mano le llevaba el licor a los labios, la sangre le latía con más fuerza. Bastó una palabra para que alguien muriera en aquel tugurio.
Huyó entre la nube de pólvora y se tambaleó por callejas oscuras y malolientes.
Los zapatos de sus perseguidores atronaban las calles con sus zancadas violentas. Él chapoteaba por los charcos, tropezaba con sus propios pasos. Le arrinconaron en el muelle, sólo tenía una salida. El vapor dormitaba mecido por las olas, el agua oscura le ofreció su mejor refugio. Saltó de pie y mientras se hundía envuelto en la negrura creyó ver titilando en algún punto el brillo blanco de la carta.
LTLG
Numancia 06/09/2009
3 comentarios:
Desocupado internauta:
Si por un azar llegaras a esta página y leyeses este cuento, sé indulgente. Piensa que no es sino una especie de cadáver exquisito, aunque huela al agua pútrida de los puertos, escrito por cuatro aprendices. Piensa que lo fue en altas horas de la madrugada, con las mentes ya algo oscurecidas por el cansancio y por el trasiego de alcohol y con los estómagos repletos de nevaditos un tanto revenidos. Valga la intención de construir algo coherente, y acaso bello, y el cariño con el que lo hicimos.
intento ver algo en la foto
Nos estábamos disolviendo en palabras...
Publicar un comentario