Al oír su propio nombre en los labios de aquel individuo, una marea de terror ascendió desde sus entrañas y anegó su embriaguez. Imágenes olvidadas regresaron para zamarrear su conciencia. La orden del estanciero Urbina cargada de advertencias y rencores, una tarde de tormenta; los proyectiles hiriendo con su sonido metálico el tambor del revólver; el piafar nervioso de los caballos; una galopada a través de la noche y la lluvia; sus labios repitiendo durante horas un nombre, el de aquél que había de morir; su corazón helado, muerto ya antes de encararse con la víctima; su sangre convertida en lodo que le atoró los sentidos, que espesó el tiempo, que amortiguó el último latido desesperado de su dignidad; el rostro de Martín pintado de sorpresa al adivinar a su propio padre más allá del orificio negro que estaba a punto de llevarse su existencia; la pregunta tranquila, “¿Por qué, padre?”; el sonido de su voz rígida al responder, “Porque lo ordena el patrón”; la pregunta de Martín, resignada, que era más afirmación que duda, “¿Y con eso le basta, padre?”; “Con eso me basta, Martín”. Mientras, los párpados de su hijo ocultando el reflejo curvo de la miseria; sus ojos cerrándose, y la oscuridad surgiendo de la trinchera de su propio quebranto. Mientras, el gatillo cubriendo la distancia de una vida; la detonación, el olor acre de la pólvora y el cuerpo de su hijo cayendo sobre un lecho de fango; y la noche, el silencio para siempre.
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